Francisco Rodríguez Valls es profesor titular de Antropología Filosófica en la Universidad de Sevilla, en la que se licenció en Filosofía con Premio Extraordinario (1985) y obtuvo “cum laude” su doctorado (1988). Ha realizado estancias postdoctorales de investigación en las universidades de Oxford, Glasgow, Viena, Múnich y Técnica de Berlín. Entre sus monografías destacan La mirada en el espejo (2001), Antropología y utopía (2009), El sujeto emocional (2015), Orígenes del hombre (2017), ¿Qué es la Antropología? (2020) y ¿Qué son las emociones? (2022). Ha traducido la obra de Thomas Reid Del Poder (2005) y la de Thomas Nagel La mente y el cosmos (2014). Responsable del grupo de investigación Naturaleza y libertad de la Universidad de Sevilla. Es profesor visitante en varias universidades de Colombia, México y Perú. Académico correspondiente de la Real Academia de Medicina y Cirugía de la ciudad de Cádiz (España).

HONRAR LA VIDA

Una revisión crítica del libro de Richard Dawkins El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta (OUP, 1976).

 2022

A Francisco José Soler Gil, compañero de Departamento y, a pesar de ello, amigo, por su contribución al diálogo entre ciencia y filosofía.

“No es lo mismo que vivir honrar la vida” (Canción).[1]

Prefacio.

El 24 de noviembre de 1859 se publicó el Origen de las especies, uno de los escritos fundadores de la biología moderna. Su autor era un explorador y naturalista bien conocido en los ambientes científicos de Londres y, por ende, de Europa: Charles Darwin. Era un texto largamente esperado. Eso explica que el mismo día de su aparición se agotaran los 1250 ejemplares de los que constaba la edición.

En esa obra se establece con solvencia que las formas complejas de vida proceden de otras más simples mediante lo que el propio Darwin llamaría el “sencillo” mecanismo de la evolución de las diferentes formas de vida: la selección natural producida por la lucha por la existencia en la que los organismos más aptos logran procrear más que los menos aptos y, en consecuencia, transmiten sus caracteres a las siguientes generaciones, aumentan su población en detrimento de aquella de los menos aptos y terminan siendo hegemónicos.

En 1866 ve la luz otra obra tan relevante para la biología moderna como la del propio Darwin: Ensayo sobre los híbridos vegetales. Se publica en las “Actas de la Sociedad de Ciencias Naturales de Brünn”. El texto recoge las sesiones de trabajo del 8 de febrero y del 8 de marzo de 1865 que dirigió a la Sociedad el abad agustino Johann Gregor Mendel, naturalista apasionado y riguroso experimentador, pero desconocido en los ambientes científicos europeos. En ellas expone las tres leyes que explican los mecanismos de la herencia. Esas actas, a pesar del empeño que tanto la Sociedad como el propio Mendel pusieron por difundirlas, no influyeron en el curso de la ciencia de esos momentos. Hubo que esperar unas decenas de años hasta que la comunidad científica internacional pusiera en valor los descubrimientos del Abad del monasterio agustino de Brünn.

Darwin y Mendel son los pilares del neodarwinismo, llamado también “teoría sintética de la evolución”, que nació en los años treinta del siglo XX. Según esa teoría el principal motor del cambio en las especies, lo que lleva a su evolución, es la mutación producida por azar. El segundo es la selección que la naturaleza hace de las variantes que surgen y que resultan ventajosas para la supervivencia.

Mendel es escueto en sus opiniones, parece como si se sintiera incómodo fuera de la observación y de los hechos. Darwin, por el contrario, no tiene reparos en manifestarlas. Junto con conclusiones rigurosamente establecidas sobre una base empírica más que suficiente, también extrapola posiciones que considera probables y que dan a sus textos un carácter de programa de investigación científica de una altura de miras que a muchos investigadores contemporáneos les resulta envidiable. El peligro es confundir el programa de investigación darwinista con lo rigurosamente establecido como ciencia biológica por el propio Darwin. Una lectura atenta y contextualizada de sus obras hace disminuir el riesgo de confusión hasta rozar lo improbable, pero ello requiere hacer una lectura de los textos de Darwin como él mismo hubiera querido, es decir, con sentido crítico y siendo conscientes de los nuevos problemas y dificultades que abría.

Richard Dawkins, de quien daremos razón en la primera parte de este escrito, es un convencido darwinista que hace de la ciencia biológica bien fundada por Darwin y Mendel toda una filosofía de comprensión de la integridad de la vida, desde las formas más simples a las más complejas. Los mecanismos que la rigen son, desde su visión, esencialmente los mismos. El fin de toda vida es vivir y transmitir sus genes con la finalidad de seguir viviendo de la única forma natural en que le es posible, esto es, a través de sus descendientes.

El libro El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, objeto principal de nuestro análisis, tiene como fin establecer con detenimiento los puntos de vista científicos y filosóficos de Dawkins respecto de esa cuestión. Ese será el tema de la segunda parte del escrito que presento y que compone alrededor de un ochenta por ciento del total. Centrándome en esa obra evaluaré el pensamiento de Dawkins y ofreceré una alternativa no en el terreno de los hechos, comunes tanto para Dawkins como para todos los demás, sino en los valores que interpretan esos hechos y que son muy diferentes -aunque pueda pesarle al propio Dawkins, como mostraré- para las formas de vida no humanas y específicamente para el ser humano.

Quiero concluir, en la tercera parte del texto y como resultado esencial del análisis de la parte segunda, que, así como sobrevivir es el fin de toda forma viviente en general, el ser humano puede contravenir la lógica de la supervivencia y elegir la muerte personal y optar conscientemente por no reproducirse. Eso no es posible en el resto de las formas de vida. Tampoco tiene que hacerlo todo ser humano, pero esa opción le abre un mundo de posibilidades que le hace entrar en otra esfera distinta de realidad. Esa esfera no puede ser explicada por el neodarwinismo, tampoco por el de Dawkins. Para incluir al ser humano y su singularidad como especie habría que reestructurar sustantivamente la teoría de ambos y abrirse a una nueva revolución en biología que diese cuenta no solo de la vida en general sino también de la peculiaridad de la existencia humana. La vida humana, como vida que es, también tiene derecho a tener su cabida en la teoría general e influir en la elaboración de una ciencia más global.

Esbozar con solvencia las razones que hacen que el neodarwinismo no pueda ofrecer sino una visión muy pobre de lo humano es, más allá de autores y referencias bibliográficas necesarias, el motivo principal de este texto. Por decirlo crudamente, el ser humano va más allá de su estómago y de sus gónadas y puede preferir morir aun cuando tenga de sobra todas las necesidades satisfechas y, además, sin fin previsible. El ser humano, además de alimento, necesita dar sentido a su existencia y puede preferir la muerte a llevar una vida sinsentido. Ese “sencillo” y crucial hecho es la cruz del darwinismo cuando quiere pasar del hecho biológico a la necesidad de sentido del ámbito antropológico. Al ser humano no le basta con vivir. Debe, como incoa la canción que da título al libro, “honrar la vida”, otorgarle personal y conscientemente un sentido que la lleve a plenitud.

Terminaré mi escrito con una brevísima bibliografía que recoja los libros más influyentes de Dawkins en edición española, la bibliografía citada y un tercer punto en el que referencio unas cuantas obras que den razón de manera más amplia de las tesis principales que discuto con Dawkins y, en último término, con el propio Darwin. Sobre esta última, la bibliografía que critica el programa de investigación darwinista no suele estar presente en la mayoría de los textos de divulgación científica, quizás porque su finalidad es informar sobre lo básico. El problema es que informar sobre lo básico sin el contrapunto de vista crítico implica educar criterios en posiciones reduccionistas que, lamentablemente, abundan. El conocimiento necesita no solo saber los hechos que pueden ser explicados con las teorías actuales, requiere dar razón de aquellos hechos que esas mismas teorías no pueden explicar. No podemos hacer una ciencia que obvie los problemas. Tampoco desinformar ocultando los problemas que existen. Podremos resolverlos si somos conscientes de ellos. Se requiere a una sociedad civil preocupada de los problemas e interesada en su solución. No basta con una “democratización de la cultura” que se limite a que la inmensa mayoría consuma libros y espectáculos como consume cerveza y café. La cultura es un juego donde están prohibidos los jugadores pasivos. Valga esta metáfora para plantear un programa social de educación que desarrollaré algo más en las siguientes páginas y que, en el fondo, es el motivo principal de mi dedicación al pensamiento científico y filosófico.

Finalmente, deseo agradecer a los editores  el haberme propuesto este proyecto. He disfrutado llevándolo a cabo y espero y deseo que cumpla sus objetivos. A Juan Arana, por haberme dedicado su tiempo entre tantos menesteres. A Concepción Diosdado, por su lectura atenta de los diferentes borradores y por sus siempre exigentes, pero, a la vez, amables comentarios.

Índice.

I.- Richard Dawkins y el Gen egoísta.

1.1.- Dawkins en el panorama intelectual de la segunda mitad del siglo XX.

1.2.- Sinopsis de la obra.

1.3.- Otras obras de interés de Dawkins.

II.- Revisión crítica de las tesis principales de El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta.

2.1.- El darwinismo filosófico de Dawkins.

2.2.- De genes y dioses. Los mecanismos de evolución de la vida.

2.3.- Egoísmo y altruismo interesado. Las relaciones según coste/beneficio.

2.4.- Memes y memética. Los replicadores culturales.

2.5.- Del hecho biológico al sentido antropológico. Supervivencia y don de sí.

III.- Conclusiones.

 

Bibliografía.

1.- Libros influyentes de Richard Dawkins en edición en español.

2.- Bibliografía citada.

3.- Bibliografía seleccionada para saber más.

 

I.- Richard Dawkins y el Gen egoísta.

El biólogo evolutivo Richard Dawkins, que sigue en activo a sus ochenta y un años cuando escribo estas líneas en agosto de 2022, ha desarrollado casi toda su carrera profesional en la Universidad de Oxford como profesor de zoología y etología. Nació en Nairobi, hijo de colonos británicos, en el año 1941. Volvió al Reino Unido con ocho años y es ahí donde se formó como científico, especialmente con el Premio Nobel de Medicina de 1973 Nikolaas Tinbergen.

Ha destacado a lo largo de toda su trayectoria profesional como divulgador científico popularizando la teoría de la evolución y poniendo en cuestión y polemizando contra cualquier explicación creacionista del origen de la vida. En ese punto sus intereses han trascendido del alcance lógico del evolucionismo y se ha radicalizado hasta convertirse en un firme defensor del ateísmo exponiendo lo que entiende como el “sinsentido” de la idea de un Dios creador. Su carácter de polemista le ha convertido en un asiduo de los medios de comunicación y ha dirigido programas en televisión. Sus contribuciones críticas a la religión están a la misma altura que aquellas que también ha escrito y difundido el filósofo de la mente y defensor del evolucionismo Daniel Dennett. Un tema que expresamente plantearemos en su momento es si existe una relación necesaria entre evolucionismo darwinista y ateísmo o, al menos, a qué supuestos se puede unir el darwinismo para concluir en ello. Supuestos a los que tanto Dawkins como Dennett se suman sin limitaciones.

Nuestra misión en esta obra es valorar críticamente su escrito El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, publicado en 1976 por Oxford University Press con un total de once capítulos. Es uno de los libros señeros del darwinismo del último tercio del siglo XX y ha tenido una influencia decisiva en la configuración de los puntos de vista contemporáneos entre los biólogos y los interesados en biología. Su impacto teórico y la polémica que suscito hizo que en 1989 se publicara una segunda edición ampliada. Dawkins escribió dos capítulos nuevos para ella. Nuestra valoración se realizará sobre esa segunda edición de la que la editorial Salvat ofreció una traducción castellana completa el año 1994. Citaremos y comentaremos según la estructura y paginación de esa edición española.

1.1.- Dawkins en el panorama intelectual de la segunda mitad del siglo XX.

Dawkins no es un pensador generalista que hable sobre cualquier tema científico o filosófico. Sus objetivos centrales están bien definidos y son recurrentes en su obra. Es un biólogo que quiere ayudar a que muchos entiendan cómo ha aparecido la vida en la Tierra, cómo se ha diversificado en confrontación con el medio ambiente desde lo más simple a lo más complejo y cómo, en resumidas cuentas, estamos todavía a merced de las leyes que rigen los movimientos de la naturaleza en el presente y en el futuro, bueno o malo está por ver, que nos aguarda. Sus escritos, la mayoría de ellos, están dirigidos a apoyar el darwinismo allí donde esté y a presentarlo como instrumento para entender la conducta de todo lo vivo. Da un paso más allá afirmando, lo que Darwin nunca hizo ya que no entró en la cuestión del origen de la vida sino únicamente en su diversificación desde las formas más simples, que la explicación darwinista de los fenómenos de la vida es resultado de procesos físicos y químicos que llevan de lo inerte a lo vivo. Por ese motivo, cabría decir que su punto de vista presenta un ritmo evolutivo en el que lo vivo procede de lo inerte y fenómenos como la conciencia no serían sino resultado de la complicación de las formas de vida más elaboradas. La evolución, esa es su filosofía, es un fenómeno universal que explica el origen de cualquier entidad (inerte, viva y consciente).

Los razonamientos de Dawkins tienen una dimensión filosófica importante que él mismo no rehúye. Pensar forma parte de la ciencia y del establecimiento de teorías explicativas. Pero es biólogo, no filósofo profesional. No está interesado en los derroteros de la filosofía académica del siglo XX y no se suma a una u otra escuela filosófica. Lo está únicamente en la transmisión y divulgación de los principios evolucionistas y del camino de la ciencia como, a su juicio, único valedor de la racionalidad y de la transformación social. Ya he expuesto que su tarea es ante todo divulgativa con un toque personal original que aumenta el interés de leerlo. Así como otros autores, Yuval N. Harari, por ejemplo, encuentran su público en la población culta que quiere una información no demasiado compleja aún a costa de simplificaciones, Dawkins lo hace sobre todo entre científicos que desean comprender el alcance filosófico de las ideas que están demostrando al elaborar las teorías y llevar a cabo los experimentos y observaciones que constituyen su labor principal. Eso da a Dawkins una importancia singular como formador de formadores y como difusor de pensamientos que van a calar, desde la ciencia, en la población civil y van a construir -al menos lo pretenden- mentalidades y puntos de vista duraderos. La responsabilidad del pensamiento bien hecho recae de una forma muy especial en el divulgador que enseña los límites teóricos de la ciencia y las conclusiones válidas que se obtienen de ella. En gran parte, la visión que tiene de la ciencia una sociedad depende de él. Es, por ello, que discutir con serenidad a Dawkins es una necesidad de justicia para con la propia ciencia natural y también para con la filosofía. Lo mismo hay que decir respecto de otros insignes científicos y divulgadores científicos que guardan relación con él, como el biólogo Stephen Jay Gould, con quien Dawkins sostiene una larga disputa, o el ya nombrado Daniel Dennett, con el que mantiene colaboración y afinidad.

1.2.- Sinopsis de la obra.

            El objeto de este punto es adelantar con trazo grueso lo que argumentaremos de manera más fina en la segunda parte. A este respecto, la tesis principal del libro viene dada por el propio autor cuando en la página VII de su texto, al comienzo mismo del prefacio a la edición de 1976, afirma: “Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes”. Permítaseme que, a efectos de discusión, separe esa afirmación en tres ideas que nos faciliten comprender el objetivo principal del libro de Dawkins.

  1. El fin último de todo ser vivo es sobrevivir. Cualquier acción, cualquier circunstancia que dependa del viviente, procurará mantenerlo en la existencia sin tener en cuenta otros elementos. Ya que la vida material es caduca y que el individuo no puede vivir, muy a su pesar, eternamente, la supervivencia se alcanza en los descendientes. Vivir y reproducirse son los fines inexcusables de la vida.
  2. El azar, que dispone de largos periodos de tiempo para diseñar tendencias de vida que parecen inteligentes, es el único que merece el nombre de diseñador inconsciente de las estrategias que conducirán a la supervivencia individual y del grupo de los más cercanos. El motivo del aumento en complejidad de la vida se debe al reajuste continuo entre los competidores para combatir contra las armas que cada grupo emplea para garantizar su supervivencia. Ese reajuste no es consciente, depende solo de circunstancias aleatorias sobre las que después actuará la selección natural.
  3. Ningún altruismo es tal en sentido estricto. Toda acción en la historia de la vida se establece conforme a pautas que sean lo más ventajosas posibles para sobrevivir. Las acciones se realizan de acuerdo con una ajustadísima relación coste/beneficio hecho por la propia naturaleza en la que el sacrificio se admite únicamente dentro de una lógica de la ganancia asegurada.

Ya que ni el individuo ni sus inmediatos descendientes son eternos, Dawkins propone como unidad básica de supervivencia el gen. Esa es realmente su aportación teórica más original y la que da nombre al texto que estudiamos. En estricta justicia hay que decir que el fondo teórico es ortodoxamente neodarwinista, aunque el libro abunde en ejemplos de conducta animal propias de la especialidad de Dawkins como etólogo y su narrativa esté muy bien conseguida como texto escrito. Aunque los pensamientos finales que sustenta no sean excesivamente originales, este libro es, quizás por ello, un ejemplo de texto de divulgación puesto que logra el objetivo de hacer llegar su mensaje a la mayor cantidad posible de interesados.

1.3.- Otras obras de interés de Dawkins.

La bibliografía de Dawkins como autor es amplia, cuenta con al menos quince títulos de difusión internacional que tienen interés. Logró fama y prestigio con la obra que comentamos. Fue la que lo situó como referente de la divulgación en biología evolutiva. En este punto me limitaré a presentar someramente, casi a dar únicamente los datos, de otras cuatro obras especialmente relevantes de su contribución intelectual. Para hacer esta selección, puesto que no es objeto de este libro comentar toda su bibliografía sino, en este apartado, suministrar información útil para acercarse a él, me he basado tanto 1º.- en la importancia que Dawkins atribuye a alguno de ellos, 2º.- en el debate que ha causado en la opinión pública y, como es el caso de su autobiografía, 3º.- por el conocimiento de lo que mueve al autor a investigar y a dar por ello lo mejor de sí. La primera es la que el propio Dawkins considera como la joya de su corona literaria, El fenotipo extendido: el gen como la unidad de selección (The Extended Phenotype: The Gene as the Unit of Selection). La segunda tiene un sugerente título que habla por sí solo y no necesita aclaraciones, El relojero ciego: por qué la evolución de la vida no necesita ningún creador (The blind watchmaker: Why the Evidence of Evolution Reveals a Universe without Design). La tercera es fruto de su combate militante contra la religión, El espejismo de Dios (The God delusion). La cuarta es el segundo volumen de su autobiografía intelectual, Una luz fugaz en la oscuridad. Recuerdos de una vida dedicada a la ciencia (Brief Candle in the dark. My life in science).

La primera de esas obras fue publicada por Oxford University Press en 1982. En 1999 apareció una segunda edición corregida por el autor y con un epílogo del pensador Daniel Dennett. En ella cambió su primer subtítulo por el de “El largo alcance del gen”. Hay edición en español del año 2017. Para nuestros objetivos lo que más interesa es el importante número de páginas que dedica a responder a las críticas que se realizaron a El gen egoísta.

La segunda es del año 1986 y contiene una crítica al argumento del diseño, especialmente al sostenido por William Paley a principios del XIX y que está de fondo en muchos (no en todos) de los sostenidos en el XX. Como curiosidad, tengo que indicar que a lo largo de su vida el propio Dawkins acarició alguna vez ese mismo argumento. Ese libro también contiene respuestas a críticas a la obra centro de nuestro discurso. Hay edición en español también del año 2017.

La tercera fue publicada en inglés en el año 2006 y se convirtió muy pronto y durante largo tiempo en un superventas. En ella, Dawkins sostiene la superioridad de los argumentos evolutivos como origen explicativo de la realidad frente a los que ofrece el teísmo. Más allá de ello insiste en el carácter superficial y prescindible de la misma idea de Dios y de toda religión. Contra su discurso han reaccionado autores teístas señeros en el siglo XX como Richard Swinburne y Alvin Plantinga. Hay edición española poco después de su aparición en inglés, del año 2007. Eso es indicativo de la polémica que despertó y del consecuente tirón comercial en ventas que tuvo.

La cuarta se publicó en ingles en el año 2015. En ella narra, de ahí el interés que tiene, las motivaciones, intereses e ilusiones que le han acompañado a lo largo de toda su trayectoria intelectual. Lo que convierte a este libro en lectura importante no es su contribución como texto científico ni de divulgación biológica porque no es ninguna de las dos cosas. Su importancia radica en que a lo largo de sus páginas conocemos al autor y los acontecimientos que le motivan a dirigirse en una dirección interpretativa frente a otras posibles. Es la contribución que hace la autobiografía a la compresión del aparato intelectual, a veces complejo, de todo autor relevante. Hay edición en español del año 2016.

Como se deriva de lo dicho, la obra de Dawkins se centra en las relaciones entre ciencia biológica y religión y adopta sobre ello posturas naturalistas y ateas que han tenido una enorme influencia internacional. Su influencia es lo que motiva la necesidad de su evaluación y el sentido mismo de este trabajo. Vayamos a ello.

 II.- Revisión crítica de las tesis principales de El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta.

Una vez hecha la presentación de la influyente figura internacional de Dawkins y enunciados sucintamente los escritos que han dado sentido a su vida intelectual, vamos a comenzar el análisis detenido de las afirmaciones básicas que sustenta en esta obra.

Dawkins es un científico que valora sobremanera la aportación que la ciencia natural hace a la cultura. Razones tiene para ello dada la trayectoria que ese tipo de conocimiento ha seguido desde el siglo XVII. Lo que ocurre, esa idea forma parte de mi contraargumentación, es que querer comprender al ser humano fundamentalmente desde bases biológicas, sin acudir a las peculiaridades de las llamadas ciencias sociales -propias de lo humano, al fin y al cabo-, implica no apreciarlo en su justa dimensión. Dawkins busca diseñar un modelo reductivo del ser humano entendiéndolo solo como ser natural y en continuidad armónica con el resto del mundo animal. Se elimina su condición simbólica, cultural e histórica, o, al menos, ese será el resultado en la práctica. Esas dimensiones se interpretan como anecdóticas, como de segundo orden. Esa aspiración lo une a los que proponen un proyecto de “naturalización del ser humano”, un proyecto naturalista, que vendría a afirmar en concreto que la integridad de lo humano se puede explicar exclusivamente en términos biológicos o incluso fisicoquímicos. El problema de tal tipo de intentos de comprensión es que todo lo que no puede ser explicado de hecho bajo ese prisma lo consideran irrelevante y realizan argumentaciones complejísimas ad hoc que, si se hubieran aceptado esas otras dimensiones, resultarían innecesarias por resultar hechos obvios en la vida cotidiana. Si la simplicidad es uno de los criterios por los que una explicación científica es preferible, no parece que esas justificaciones se caractericen por ello.

Amparándonos en la idea anterior, el subtítulo del libro es indicativo de sus pretensiones. Que se nos hable de “las bases biológicas de nuestra conducta” encierra la idea de que son las únicas que hacen justicia realmente a lo humano. Son exactamente las mismas que explican lo animal no humano o incluso el mundo vegetal. No es que, además de las bases biológicas, otras posibles bases aporten algo sustantivo. Remedando a Don Quijote, “con la biología hemos topado, Sancho”. O, con otra frase similar en su contenido y referencias, Roma (en este caso la biología) locuta, causa finita, es decir, cuando habla la ciencia biológica termina toda discusión.

Si tuviera que elegir algunos capítulos del libro para un lector que desee informarse pero que carezca de tiempo, seleccionaría el primero: “¿Por qué existe la gente?”, y el número once: “Memes: los nuevos replicadores”, que era con el que terminaba la primera edición. Llamo la atención de que el título del primer capítulo no es “por qué existe la vida” o “cómo evolucionaron las especies”, sino que nos centra en lo humano como si la obra estuviera focalizada en él. Y no lo está. Lo humano sería, finalmente, un “más de lo mismo” entre los otros seres vivos. A pesar de ello, Dawkins ve que el mundo humano crea lo que llama “memes” y que podríamos entender como unidades culturales de transmisión a través de los registros de la “memoria” (normas, mitos, costumbres sociales, formas jurídicas, religiosas, artísticas, etc.). Esos son los registros que pasarán a la tradición y constituirán los hábitos de la cultura. Uno esperaría que esos nuevos registros rompieran el mundo exclusivamente natural y que reconocer eso implicase, al menos, ampliar el programa naturalista. Pero no es así. El final del capítulo resultaría esperanzador si los dos capítulos nuevos que añadió Dawkins para la segunda edición no supusieran una rectificación seria e implicaran escribir en el friso de los críticos del naturalismo el “abandonad toda esperanza” que Dante puso a la entrada del Infierno en su Divina Comedia. En este caso, “olvidad toda posibilidad de entender lo humano bajo otras perspectivas que las naturales”.

En esos capítulos que he señalado se encuentran las tesis básicas del libro, pero los otros no son accidentales ni un relleno innecesario. Pasaremos revista a sus contribuciones para ofrecer una perspectiva global de la obra y de cómo unas ideas se apoyan a otras imbricándose en un tejido compacto. A mi juicio, el tejido resultante está técnicamente bien confeccionado, pero le falta un buen material, un buen hilo de calidad como sería no reducir lo humano a las otras formas de vida sino, señalando lo común, indicar la singularidad de su especie y, esto lo trataremos más adelante, la singularidad de cada uno de los miembros de esa especie. A mi juicio no se puede pasar directamente del hecho biológico humano al sentido antropológico, al sentido que cada humano debe dar a su vida. Menos aún obviarlo. No puede ser lo mismo encontrarse viviendo, como toda forma de vida lo hace, que estar llamado a decidir el sentido de la existencia propia y puede que de otros si se está imbuido de alguna autoridad. No entramos en este análisis sobre si la existencia del ser humano tiene un sentido objetivo o no. Para nuestros propósitos en este librito nos basta con recoger la necesidad de que cada ser humano tiene que dar, por acción u omisión, una orientación y un sentido a su existencia.

2.1.- El darwinismo filosófico de Dawkins.

Dawkins comienza el primer capítulo dejando claro su compromiso teórico con el darwinismo. Dice así: “Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Por un hombre llamado Charles Darwin” (p. 1). Esa veneración a Darwin que se nota en los primeros compases del texto manifiesta que su teoría es concebida como el mayor descubrimiento de la historia humana, una “verdad” incuestionable que otorga sentido y explicación a la vida en el Universo. Teoría que supone un nuevo comienzo en el conocimiento y que tiene su pars destruens borrando y condenando a las tinieblas exteriores cualquier otra respuesta anterior sea de la línea que sea (religiosa, filosófica, etc.).

Para comprender esa postura, tan marcada y bien definida, debemos explicar dos asuntos: 1.- El objetivo que persigue Dawkins como científico en general y como biólogo en particular y 2.- La esencia de la teoría de Darwin en lo que da razón de la evolución y el desarrollo evolutivo de las especies vivas y en lo que tiene de una toma de conciencia que la naturaleza, representada en lo humano, hace de sí misma. Por primera vez la naturaleza es consciente, con la aparición de lo humano, de sí y de su sentido y asume la posesión intelectual de sí.

Sobre lo primero, Dawkins afirma que no han sido comprendidas del todo las consecuencias de la teoría evolutiva, especialmente en educación. Esas consecuencias las veremos expuestas a lo largo de los diferentes capítulos en el análisis de tesis más particulares. Como intelectual va a asumir esa tarea y se va a comprometer con dejar claras esas implicaciones que cambian enteramente la perspectiva sobre la vida y la acción humana. Y no le falta razón en esa afirmación, como veremos en su momento, cuando se opta por los mecanismos darwinistas y se pretende comprender al ser humano únicamente desde ellos. Por hacer solo un par de preguntas: ¿existe diferencia sustancial entre la ética humana y la conducta animal?, ¿son los animales buenos o malos en el sentido en que predicamos esas categorías de los seres humanos? En el fondo, la pretensión de Dawkins es conseguir que la visión atea del darwinismo sea enseñada en las escuelas como la única posible y que, por tanto, las nuevas generaciones aprendan a vivir con los valores del materialismo neodarwinista olvidándose de una vez por todas de vanas ilusiones de trascendencia.

En segundo lugar, insistirá en que esos mecanismos llevan a concebir al ser humano de la misma manera que cualquier otro ser vivo, como una máquina creada por los genes con la finalidad de maximizar las posibilidades de supervivencia. El motivo de centrarse en los genes lo postula porque ni el individuo ni la descendencia son unidades estables de supervivencia. Mientras el gen se replica sin aparentemente sufrir menoscabo, el individuo y su descendencia mueren pronto. Centrarse en el gen como unidad básica evolutiva es la aportación más original de este libro. Pero, más que la originalidad que tiene, si se ha convertido en un superventas es porque la coherencia con las ideas de Darwin es extrema. Si, como el naturalista inglés afirma, la finalidad de todo el sistema de la vida es la supervivencia y cualquier acción debe ser justificada conforme a ese ideal, no parece coherente convertir a seres caducos en unidades básicas evolutivas. Tendría más sentido atribuir ese estatus a unidades más duraderas que el individuo y más que sus descendientes inmediatos. Podría afirmarse que la unidad básica evolutiva es la especie, pero hay motivos de fondo para descartar esa tesis. Veremos el por qué a continuación.

Precisamente, la teoría de Darwin debilita la noción de especie. Ya no es el ámbito cerrado e inmutable que contiene a todos los seres que tienen la misma “forma”, como sostenían las corrientes fijistas. El fijismo concebía que las especies eran inmutables, “fijas”. Habrían existido idénticas desde el inicio mismo del cosmos. El creacionismo que existía en el siglo XIX era predominantemente fijista y afirmaba que, en el acto de creación, Dios había hecho todas las especies tal y como se podían observar en el presente. Ese era el tipo de creacionismo que combatió Darwin. No todo creacionismo, sino aquel que afirmaba la constitución de cada especie por separado en la forma completa que guardarían durante el resto de su pervivencia en la Tierra. Sin embargo, para Darwin, que nunca negó la posibilidad de la creación, las especies evolucionan y, por tanto, están sometidas al cambio, se van transformando lentamente desde las más simples a las más complejas ya que cuentan con una enorme cantidad de tiempo para ello. La evolución implica la desaparición de unas especies y la aparición de otras desde formas anteriores más simples. También “mueren” las especies si no pueden adaptarse a los cambios en el medio ambiente. Nada de eso le es extraño a un buen observador de la naturaleza.

Una segunda razón es que, aparte del ser humano que puede actuar con una perspectiva más global y amplia, los seres vivos no actúan en beneficio de su especie en general sino del suyo individual propio y del grupo próximo al que pertenecen. En un mundo natural donde la competición para sobrevivir no tiene piedad de nadie, ser piadoso con sujetos demasiado lejanos, aunque pertenezcan a la misma especie, supone un derroche que no se puede permitir.

La regla de conducta que ha favorecido la selección natural, en la medida en que mira por la supervivencia de lo más propio, es el comportamiento egoísta. Mientras mayor sea el mirar por uno mismo y por los más cercanos se cumple mejor el fin único de la naturaleza: sobrevivir a toda costa. Desde esta perspectiva, ¿tendría sentido evolutivo un altruismo verdadero? La respuesta más evidente es que no y que todo altruismo aparente debe encerrar, en algún sentido, aunque sea indirecto y complejo, una ganancia que le compense el posible sacrificio que haya tenido o que tenga que realizar. Todo altruismo, siempre interesado, espera su retribución en un momento oportuno.

Llegado a este punto, en la página 3, nuestro autor hace una excusatio non petita en la que se separa abiertamente de cualquier interpretación de su pensamiento que le haga defender una moral humana individual y social basada en la competencia y en el egoísmo a ultranza. Se percata del problema que plantea en el mundo humano la aplicación de la acción egoísta sin restricciones que dio lugar en el XIX a la corriente de pensamiento filosófico y social que se denominó con el nombre de “darwinismo social”. La tesis principal de esa corriente se podría formular crudamente diciendo que eliminar la competencia a ultranza sustituyéndola por mecanismos de solidaridad que ayuden a los necesitados (que se identifican con los menos aptos) va en detrimento de la especie biológica y supondría el mayor de los males puesto que pondría en jaque la supervivencia de la propia especie. Ser solidario se identifica con contribuir al proceso de decadencia de la especie al mantener en la existencia a los menos aptos e, incluso, permitir que se reproduzcan en igualdad de condiciones que los que han demostrado que saben ganarse la vida por ellos mismos. Los representantes del darwinismo social, Spencer y Galton entre otros, claman en contra del empeoramiento de la especie a causa del proteccionismo del Estado y proponen mecanismos sociales activos de eugenesia (palabra creada por el propio Galton) fundados en la moral de la competencia a ultranza. La competencia en el terreno social es la aplicación de la ley de la naturaleza de que el más fuerte es el que tiene más posibilidades de cumplir con el fin evolutivo que justifica su presencia en el mundo. Solo tiene derecho a vivir quien puede arrancar su vida peleando contra el medio ambiente y el medio social. Solo ellos deben ser los responsables de generar a los siguientes humanos.

Me pregunto por la coherencia de Dawkins al separarse de la visión del darwinismo social. ¿Por qué motivo el gen egoísta debe cuidar de los marginados si su fin es la supervivencia de los más aptos y la mejora de la especie por la transmisión de los mejores genes a las siguientes generaciones de seres humanos? Creo que aquí cualquier darwinista radical choca con el muro de la vergüenza que se siente ante el dolor innecesario y, en ocasiones, injusto y hace que recoja velas en sus pretensiones. Y es que, de hecho, la conducta humana busca también el cuidado del otro dañado. El darwinismo social basado en el egoísmo del gen no se presenta como un hecho en la conducta humana ya que muchos seres humanos son solidarios. En el fondo, todo darwinismo social o filosofía similar quiere presentarse como una moral, como un “deber” ser egoísta por el bien de la especie biológica. Pero eso no ha funcionado hasta la fecha, al menos de una manera tan directa y universal, puesto que choca con la evidencia de que muchos quieren hacer el bien a pesar de que les pueda costar sacrificios. Y no solo lo quieren, también lo hacen.

Una segunda excusatio non petita aparece en la página 4: este libro “no es una defensa de una posición u otra en la controversia naturaleza/educación”. Si lo formulamos en términos de pregunta quedaría así: ¿puede hacer algo la educación contra los genes? Si el impulso natural anula la libertad, ¿qué sentido tienen el derecho y la ética salvo el de ser una inútil buena voluntad, un espejismo biempensante? La respuesta de Dawkins es que, aun teniendo una opinión, no entrará en ello en esta obra salvo en algunos trazos que dibujará en el capítulo once. Esa opción dice mucho de los propósitos del libro: si se esquiva la cuestión de en qué medida el ser humano es libre, ¿cómo pretender que comprendamos la importantísima cuestión de si somos esclavos o no de nuestra biología?, ¿cómo entender que, aparte de las biológicas, haya otras bases para nuestra conducta? De esta manera, Dawkins huye de la temática central que debería resolver, con lo que consigue simplificar el hilo que le llevará a los análisis que desarrollará en los capítulos posteriores. Parecería que no quisiera entrar en los asuntos clave y que se despoja de ellos para limitarse a explicar el esquema darwinista que conoce a la perfección.

Al concluir el capítulo, que recordemos se titula ¿Por qué existe la gente?, repite su tesis principal: “Defenderé la tesis de que la unidad fundamental de selección, y por tanto del egoísmo, no es ni la especie ni el grupo, ni siquiera, estrictamente hablando, el individuo. Es el gen, la unidad de la herencia” (p. 14). Una perspectiva así en un capítulo como ese dice todo de la explicación que busca alcanzar. Al menos no promete horizontes trascendentales ni tampoco trascendentes en sentido estricto. Es de agradecer la sinceridad, aunque el planteamiento no ponga en valor ni las alturas ni las bajuras que están omnipresentes en la condición humana.

 

2.2.- De genes y dioses. Los mecanismos de evolución de la vida.

            Copio, por su interés, el primer párrafo del capítulo II del libro que estamos analizando. En él se muestra bien la forma de argumentar de Dawkins, siempre fiel a la ortodoxia darwinista, pero en este caso convirtiendo un modelo únicamente biológico en explicación estándar de toda la realidad y también, va de suyo, del inicio mismo del Universo material. Es un paso claro, hay que advertirlo expresamente por las consecuencias que se derivan de forma inmediata y que repercuten en una interpretación global del pensamiento de Dawkins, del modelo científico al modelo filosófico. Dawkins es un científico que, en este punto en concreto, actúa como un filósofo buscando, no describir hechos, sino establecer principios que escapan por su naturaleza a toda experiencia contrastable.

En los orígenes reinó la simplicidad. Es ya bastante difícil explicar cómo empezó un universo simple, y doy por supuesto que sería aún más difícil explicar el súbito nacimiento, con todos los atributos, de una organización tan compleja como es la vida, o de un ser capaz de crearla. La teoría darwiniana de la evolución por selección natural es satisfactoria, ya que nos muestra una manera gracias a la cual la simplicidad pudo tornarse complejidad, cómo los átomos que no seguían un patrón ordenado pudieron agruparse en modelos cada vez más complejos hasta terminar creando a las personas. Darwin ofrece una solución, la única razonable entre todas las que hasta este momento se han sugerido, al profundo problema de nuestra existencia (p. 15).

Sobre la última afirmación de ese texto, y en honor a Darwin, hay que decir que nunca trasladó su modelo de evolución de las formas de vida a modelo metafísico de explicación de la realidad en su conjunto, ni intentó resolver en sus obras científicas los problemas existenciales de los seres humanos. No hizo lo que podríamos llamar una “teoría del todo” en general ni tampoco del existir humano en particular. En su obra de 1871 El origen del hombre, más importante por su contenido para la antropología que para la ciencia biológica, aboga por una continuidad entre el nacimiento de la vida y el nacimiento de lo humano. Presenta hipótesis que convierten la idea en digna de estudio, pero no establece en forma de conclusión científica rigurosamente probada que todo lo humano sea reductible al mundo animal y, en consecuencia, que el problema fundamental del origen de lo humano se resuelva con los mecanismos que hacen posible la evolución de las especies. A modo de simple ejemplo, para ver que reconoce dificultades esenciales a la formulación de una visión del mundo exclusivamente biologicista, transcribo el siguiente texto de Darwin de la obra que acabo de citar:

Inquirir de qué manera se desarrollaron en su origen las facultades mentales en cada uno de los organismos inferiores, es un trabajo que ofrece tan pocas esperanzas de resultado como el estudio del primer origen de la vida. Problemas son estos en donde si alguna vez penetra el hombre en las incógnitas que contiene, su solución siempre se presenta allá en las lontananzas de lo futuro (Darwin, 1979: 65).

Pero volvamos, tras este comentario, al inicio del texto del capítulo II. La primera afirmación que hace (“En los orígenes reinó la simplicidad”) recuerda a una narración de cosmogonía. Por hablar de ella, ya que viene al caso, la cosmogonía más presente en nuestra tradición desde los griegos es la de Hesíodo (siglo VIII a. d. C.), en la que se afirma que en el principio era el “caos”, es decir, el desorden, un desorden del cuál surgirá el “cosmos”, lo ordenado. Dawkins, de forma semejante a lo escrito por Hesíodo en su cosmogonía, da prioridad, en la interpretación por la que va  a optar, a la “simplicidad del caos”. Ese sería el auténtico inicio, según considera. Este punto merece, por su dificultad, detenernos un tanto en el camino que llevamos. Vamos a pararnos un instante para describir varias visiones de lo que es la “simplicidad” que nos ayuden a una adecuada interpretación de este capítulo del libro que comentamos[2].

Se puede hablar de una simplicidad en términos de que algo es “menos complejo que otra cosa”. En ese sentido, una piedra es más “simple” que una planta o que un animal, o un montón de arena es más “simple” en su naturaleza que una catedral. Cabría decir que los elementos brutos del universo son simples frente a un universo legaliforme en el que todo tiene un lugar y una función localizadas. Esa es la visión de lo simple  que suele utilizarse generalmente en el ámbito científico-natural: un compuesto poco estructurado será siempre más simple y primitivo que otro que lo sea más. Hay un antes y un después que va de lo simple (desorden) a lo complejo (orden).

Por otro lado, cabría hablar de una visión más ontológica, un punto de vista en el que, por ejemplo, Dios es más “simple” que cualquier criatura ya que no está compuesto en ningún sentido y las criaturas sí lo están. Desde el primer punto de vista, el Dios que describe Santo Tomás en su Summa es el ser más complejo porque es el que mayor riqueza encierra. Desde el segundo, como hemos indicado, es simple y el principio supremo de toda simplicidad porque de él no se puede predicar ningún tipo de composición. Si se me permite, sería útil usar aquí la distinción de la teoría del conocimiento escolástica entre simple por sí mismo (quoad se) y simple para nuestro entendimiento (quoad nos). Si aplicamos esa idea al caos, el caos es lo más simple porque su falta de orden indica un primitivismo con respecto a las leyes que lo rigen e incluso la ausencia de ley entre los elementos que lo componen. Si lo entendemos en el sentido ontológico, es lo más complejo puesto que es una mezcla no unificada de la que difícilmente se puede dar razón e implica que la razón se canse al no poder encontrar norma ni regularidad dentro de él. A efectos de mi crítica a Dawkins, voy a optar por priorizar el sentido ontológico al científico-natural. Puede que cometa una injusticia y lo esté malinterpretando, pero filosóficamente ese uso es más acertado y en su planteamiento global Dawkins se mueve, como ya he afirmado, aunque apoyándose en datos empíricos, en una interpretación general de corte filosófico que pretende trascender el ámbito científico material en otro de un supuesto mayor calado.

Consideremos, desde la reflexión que hemos hecho en el párrafo anterior, la afirmación de Dawkins de que en el origen se da una simplicidad original a la que habrá que añadir el adjetivo “incausada”, ya que no hay nada anterior al principio mismo que estipula. En este caso, aunque sé que habría mucho que argumentar al respecto, creo que la narración griega es igual de coherente con lo que podría ser un principio que, como quiere Dawkins, no tenga una causa ordenadora: un todo desordenado inicial, caótico y abierto a múltiples posibilidades y formas, que se va haciendo simple en las leyes que lo estructuran a medida que pasa el tiempo y, con ello, obtiene la complejidad desde el desorden. Del “desorden simple” al “orden complejo” sería el proceso lógico que apoyan, salvando las distancias, Hesíodo y Dawkins. En muchos aspectos sus modelos son coincidentes.

Además del momento inicial originario que postulan Dawkins y Hesíodo, se podría citar como una alternativa competidora el primer versículo del Evangelio de San Juan en el que se afirma que el Logos, es decir, el orden y la ley que rige y unifica todas las cosas, es aquello que está ya presente al inicio de todo regulando todo. Eso sí se parece a una simplicidad de tipo metafísico que está ya operante, pero, claro, el Logos de San Juan es el propio Verbo Divino. Bajo esas categorías no podría admitirlo nuestro biólogo evolutivo. Dejemos sucinta constancia de esa alternativa al caos ya que desarrollarla siquiera medianamente en este momento se torna imposible para los fines que persigue este trabajo.

Estas distinciones deben concluir en que aterricemos en lo concreto intentando comprender lo más acertadamente posible el punto de vista de nuestro autor. No es fácil hablar, como hace Dawkins, de una simplicidad original a no ser que se esté pensando ya en un modelo particular al que contravenir. Y, por cómo continúa su narración, es claro cuál es ese modelo: la interpretación clásica fijista del comienzo del Génesis (I,1) según la cual “al principio Dios creó el Cielo y la Tierra”. Según esa interpretación fijista del texto, Yahvé Dios crea desde el mismo inicio todas las cosas según su especie, es decir, tal y como las podríamos conocer hoy en día. Eso supondría el nacimiento repentino de la complejidad y eso es lo que no parece convincente a Dawkins. Ve que aquello que promueve la investigación científica indica que el proceso va de lo simple -una vez que lo simple aparece de forma común y estable, claro- a lo complejo. Pero ocurre, y eso es lo que no dice, que el universo tiene un orden intrínseco y se rige por una lógica, una legalidad, que muchos desde tiempo inmemorial han visto como indicio de una inteligencia divina. El caos griego que suscribe Dawkins es la alternativa al orden del logos joánico. Son las dos opciones más razonables: azar o inteligencia. Bien pensado, no existe una tercera alternativa. La simplicidad de la que quiere partir nuestro autor es aliada del azar como origen. Pero Dawkins no entra en eso en esta obra, lo considera un axioma de partida, y nos lleva, dándolo por sentado, en el texto que hemos citado, directamente a Darwin como solución de todo el problema. Hurta el debate acerca del comienzo bajo la apariencia de plantearlo de forma científica al recurrir a la autoridad de Darwin.

Para que veamos que la crítica al modelo creacionista fijista, incluso cuando era una explicación admitida por casi todos, existía desde hace siglos, voy a transcribir un texto del Discurso del método de Descartes en el que se aprecia la compatibilidad del modelo de Hesíodo y el de San Juan. Formaría parte de un conjunto de interpretaciones a las que podemos llamar “creacionismo evolucionista”; entre sus defensores podríamos incluir, mucho antes que a Descartes, a S. Agustín y a S. Buenaventura.

Cierto es, no obstante -y ésta es una opinión admitida generalmente por los teólogos-, que la acción por la que hoy [Dios] lo conserva [al Universo] es la misma por la que lo creó; de manera que si al principio no le hubiera dado más forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra, se puede creer, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las cosas que son puramente materiales hubieran podido, con el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos. Y su naturaleza es mucho más fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera que cuando se consideran ya hechas del todo (Descartes, 1979: 118-119).

Desde un punto de vista racional, en el inicio debe haber materia y las leyes que expliquen su movimiento y relaciones. Sin ambas lo que hay es desorden y, en ningún caso, simplicidad. Pero, hay que subrayarlo, decir lo que debe haber al comienzo tampoco nos explica cómo han llegado a aparecer tanto la materia como las leyes que la rigen. No es el objeto de discusión que persigue Dawkins con su libro y, en consecuencia, tampoco puede ser el mío si pretendo ajustarme a él. El debate está servido para tratarlo en otros libros sobre las obras temáticamente ateas de Dawkins que, como hemos visto, es la opción que defiende abiertamente de forma pública.

Si nuestro autor parte de la simplicidad, el caos y el azar como axiomas es por coherencia con la ortodoxia darwinista que establece que las formas de vida complejas proceden de otras más simples. Quisiera hacer ver que Dawkins da un salto atrás desde la biología al inicio físico del Universo. Convierte, al hacerlo, la ciencia de Darwin en modelo filosófico global apartándose de lo demostrado para postular que toda la realidad funciona igual que los parámetros de la vida, que todo lo complejo proviene de formas anteriores más simples. Es en este punto donde la simplicidad adquiere más relevancia porque va a ser a partir de formas simples y estables desde donde se va a poder explicar el surgimiento de la pluralidad de las formas de vida.

Según Dawkins, la primera selección natural fue la de favorecer las formas estables frente a las inestables (p. 17). Físicas, químicas y, finalmente, biológicas. De forma improbable y azarosa, como todo lo que tiene que ver con la vida, surge una molécula capaz de hacer copias de sí misma replicándose. Copias perfectas de sí hasta que algún cambio, también azaroso, introduce errores de copia y comienza a hacerse más rico el acervo génico. De forma imparable sigue la selección natural aplicándose sobre los cambios debidos al azar favoreciendo siempre las formas más estables, que van a ser el remedo de una mayor capacidad de supervivencia. A mayor estabilidad, mayor persistencia. Desde las moléculas replicadoras más simples hasta las células más complejas es todo, según la teoría, cuestión de tiempo. Cuestión de un tiempo de miles de millones de años, los que han contado la historia del Universo y de la Tierra. Dice Dawkins que “los replicadores que sobrevivieron fueron aquellos que construyeron máquinas de supervivencia para vivir en ellas” (p. 24). Enfoca ya el proceso evolutivo desde el punto de vista que quiere transmitir: el gen (replicador) como unidad básica de supervivencia que construye la máquina en la que habita y que le hace más fácil persistir como individuo. Las máquinas adquieren formas diversísimas de acuerdo con el medio ambiente en el que viven desarrollando estrategias de conducta también lo más estables que puedan respecto de ese mismo medio.

Solo queda el elemento insustituible de la competencia para tener los ingredientes completos de la evolución. Un medio ambiente cambiante al que continuamente hay que adaptarse, especies competidoras o depredadoras que exigen esfuerzo para sobrevivir y la competición entre los miembros de la propia especie y del grupo por el alimento y la procreación hacen que, junto al viviente y su capacidad de replicación y el azar con el que se producen las variantes que van a ser seleccionadas, pueda entenderse suficientemente el juego de la vida. Son los sencillos mecanismos que explican la complejidad de las formas de vida y su continuo reajuste en aras de la posibilidad de una mayor supervivencia.

Según lo visto, estaría todo preparado para el desarrollo de las formas de vida y, además, existirían los procesos mecánicos de competencia y azar con los que los sistemas vivos podrían dar de sí tanto como fuera posible. Pero el hecho es que la mecánica de la vida ha dado lugar a acontecimientos increíbles e impredecibles que Dawkins señala pero que no puede comprender con la lógica de la teoría darwiniana. Además de la lógica establecida de respuesta a situaciones dadas, otra estrategia es la planificación fundada en la simulación de posibilidades a las que el sujeto y su grupo deben enfrentarse. Es mucho más efectiva para resolver situaciones que necesitan respuestas rápidas. La simulación también parece que es aquello que realiza de forma más efectiva la inteligencia artificial. Pero lo incomprensible es cómo desde esas previsiones se desarrolla el pensamiento consciente. ¿Para qué la consciencia si basta el automatismo inconsciente para realizar acciones tan eficaces como ella? ¿Qué falta hace ahora ese instrumento? Richard Dawkins lo plantea completamente extrañado en los siguientes términos:

La evolución de la capacidad de simular parece haber tenido su culminación en el conocimiento subjetivo. Por qué tuvo que suceder esto es, para mí, el misterio más profundo con el que se enfrenta la biología moderna (p. 77).

Pero, a continuación, aprovecha el “hecho” de que la conciencia se haya producido para introducirla dentro de la teoría darwinista y asimilarla, aunque realmente más que una confirmación de ella sea, como él mismo reconoce, un fenómeno disruptivo. Lo dice así:

Cualesquiera que sean los problemas filosóficos planteados por la conciencia, en beneficio de nuestro argumento puede ser considerada como la culminación de una tendencia evolutiva hacia la emancipación de las máquinas de supervivencia, en su calidad de ejecutivos que toman decisiones, de sus maestros últimos, los genes (p. 77).

Lo que no resulta claro es la doble instancia ejecutiva, genes y conciencia, en la que la experiencia nos dice que, dentro de las posibilidades del organismo, la segunda tiene la última palabra. El determinismo se alzará contra esa idea argumentando que es solo una apariencia que nos surge por no tener una idea de la totalidad en la que el organismo se mueve. Pero, si eso fuera así, de nuevo cabría preguntarse por qué la evolución ha seleccionado una mera apariencia como culminación de una tendencia evolutiva. No parece que tenga sentido. Pero el hecho de su existencia y de que choca con la teoría darwinista es claro. Hay que explicar el caso particular del ser humano, el ser consciente por antonomasia.

Los cerebros no tan solo están a cargo de la administración diaria de los asuntos de las máquinas de supervivencia, sino que han adquirido la habilidad de predecir el futuro y de actuar de acuerdo con ello. Tienen, incluso, el poder de rebelarse contra los dictados de los genes, por ejemplo, al negarse a tener todos los hijos que son capaces de engendrar. Pero en este aspecto el hombre constituye un caso muy especial, como veremos más adelante (p 77).

¿Hasta dónde el carácter “especial” del ser humano hace que el darwinismo necesite una revisión profunda?  A pesar de sus promesas, ese caso especial que abre esperanzas de un cambio para ajustarse a los hechos -también lo veremos más adelante cuando hablemos de forma específica del ser humano- es absorbido de una forma taxativa dentro de la ortodoxia biológica y la explicación estándar, aunque, a mi parecer, se haga a costa de negar la evidencia de una más que constatable diferencia.

La vuelta a la ortodoxia implica que la tesis principal de Dawkins sobre el “gen egoísta” adquiera nuevas fuerzas en la mayor parte de lo que resta del libro. El texto sigue adelante como si la excepción humana pudiera obviarse o intentar, como ya he indicado, absorberla explicándola como si, en el fondo, no fuera sino un caso más solo que algo más complejo.

Para ver la tónica general de cómo sigue hilándose la tesis principal, citaré el siguiente texto, que figura como segundo párrafo del capítulo quinto del libro:

Para una máquina de supervivencia, otra máquina de supervivencia (que no sea su propio hijo u otro pariente cercano) constituye una parte de su entorno, al igual que una roca, un río o un bocado de alimento. Es algo que obstruye el camino que puede ser utilizado. Difiere de una roca o un río en un aspecto importante: tiene tendencia a devolver el golpe. Ello se debe a que también es una máquina que guarda sus genes inmortales en administración para el futuro, y al igual que la primera máquina de supervivencia no se detendrá ante nada para preservarlos. La selección natural favorece a los genes que controlan a sus máquinas de supervivencia de tal manera que hacen el mejor uso posible de su entorno. Ello incluye el hacer el mejor uso de otras máquinas de supervivencia, ya sea de la misma especie o de especies diferentes (p. 87).

Buscar la supervivencia a toda costa exige una estrategia adecuada. En la mayor parte de las ocasiones no lo es el enfrentamiento directo. Los bravucones suelen encontrar pronto a otro bravucón más fuerte que ellos. Suelen morir jóvenes y esa no es una buena estrategia evolutiva. Los estudios que el Premio Nobel Konrad Lorenz, citado por Dawkins, hizo sobre la agresión demostrando los mecanismos inhibidores de la violencia directa y su sustitución por rituales que determinaban sin gran daño físico el animal victorioso, son buena muestra de que la naturaleza busca formas de salir adelante derramando la menor cantidad posible de sangre de entre los miembros que forman el propio grupo. Eso no funcionaría si no fuese una estrategia adoptada por toda la especie, por lo que es la selección natural la encargada, por sus procedimientos habituales, de favorecer las conductas ventajosas para la supervivencia y que en un espacio de tiempo relativamente breve llegue a ser conducta habitual de todos. Esos procedimientos forman parte de la inteligencia inconsciente por la que se rige la naturaleza. Sobrevivir a toda costa puede que quiera decir enfrentarse a todos. Pero hay formas suicidas y formas razonables para ello. La selección natural asume y beneficia a las razonables a nivel global.

 

2.3.- Egoísmo y altruismo interesado. Las relaciones según coste/beneficio.

            Si los genes son egoístas y determinan el comportamiento con ese sesgo, ¿por qué hay conducta aparentemente altruista en tantas especies de la naturaleza, tanto en plantas como en animales? ¿Hay maneras de entender ese altruismo y de hacerlo compatible con el fondo presuntamente egoísta de todas y cada una de las formas de vida? En los capítulos que voy a sintetizar y evaluar en este punto, concretamente del VI al X, el esfuerzo mayor de Dawkins es conciliar la apariencia de altruismo con su tesis principal del gen egoísta. A pesar, nos dice en sustancia, de tanta supuesta dádiva… la naturaleza, representada en cada individuo, no mueve un dedo si no saca tajada suculenta de ello.

Sobre la base adecuada, no es excesivamente complejo entender a Dawkins y pasar revista a los diferentes ámbitos donde hay que justificar esa tesis. Basta con establecer como primer principio, casi como un axioma, que el ser vivo tiene como impulso seguir viviendo y que empleará todos los recursos de los que disponga para conseguirlo. Todos sin excepción. Vivir es el único objetivo. Si no hay ganas de vivir, no hay lucha por la existencia. Si no hay lucha por la existencia, da igual que unos estén mejor adaptados que otros al medio ambiente. Todo el darwinismo se disolvería y caería por su base. En los vivientes no humanos no hay una razón previa a vivir. Vivir es el fin mismo. Es lo que se busca sobre todas las cosas. No se quiere vivir para conseguir otro fin, sino que cualquier fin se pretende para vivir más (el individuo y su prole) y mejor. Es como ser feliz para el ser humano. No se quiere serlo para alcanzar otra cosa. Es fin y punto.

El problema de ese fin para cualquier viviente con forma de vida basada en la química del carbono es que la vida misma es caduca y ningún individuo puede ser eterno. Es ley de su propia condición bioquímica. El desgaste del sistema biológico lo conducirá, tarde o temprano, a la muerte y a la disgregación. La muerte es el destino final de estas formas de vida. El deseo de vivir, esa es la forma de solventar a nivel biológico la tragedia de la vida pasajera, trasciende al individuo más allá de sus posibilidades biológicas y promueve la reproducción en la que sus genes seguirán viviendo. El ser vivo se reproduce en la medida en que no puede ser eterno. Si no puede subsistir el individuo permanecerán otros semejantes a él. Por eso la tesis original de Dawkins focaliza, no en la vida del individuo como fin de la biología, sino en aquello que permanecerá de generación en generación: sus genes. El individuo es caduco; sus genes, potencialmente ilimitados en su duración temporal.

He indicado ya que lo que importa al individuo no es su especie, sino su prole y, en todo caso, su grupo más cercano, aquellos que puede reconocer como propios. La especie es una idea demasiado lejana que no entra en el propósito de las formas de vida no humanas. Los miembros de un grupo no dudan en acosar y matar a los miembros de otro grupo de la misma especie cuando los ven como competidores. No todo león ve a todo león como “próximo” y socio en las tareas de la vida. A quién afecta el reconocimiento de “próximo” depende de muchos factores, entre ellos, de la estrategia reproductiva. Veamos con un poco de más detenimiento esta cuestión, ya que tiene especial relevancia para comprender el funcionamiento de la vida en la naturaleza.

La estrategia reproductiva puede ser cuantitativa (muchas crías en las que los progenitores emplean poco tiempo de cuidado) o cualitativa (pocas crías en las que se emplea tiempo e, incluso, mucho tiempo). Una u otra dependen del tiempo de cuidado de los padres a las crías, es decir, de cuánto hipoteca la prole la vida de sus progenitores. Si un individuo lo hace bien conforme a su estrategia propia, alargará todo lo que pueda su existencia y su vida en sus descendientes podrá ser interminable. Dependiendo de la estrategia, en la cuantitativa, en muchas especies, se tendrá una vida autónoma dedicada a sí mismo y se encontrará con otros de su especie solo para reproducirse ya que sus hijos sabrán defenderse solos, amparados por el instinto, desde el mismo inicio de su existencia.

La inversión de tiempo en cuidado de la prole -la estrategia cualitativa- aparece en el mundo animal debido, generalmente, a la falta de autonomía por inmadurez física de las crías al nacer. Implica en muchos casos la necesidad de ajustar los ciclos reproductivos al momento en el que la cría pueda hacer mayormente su vida de forma independiente: el ciclo reproductivo debe conseguir que la hembra no quede receptiva hasta que la generación anterior no se emancipe. La vida de la prole no debe poner en riesgo la supervivencia de los padres ni la del grupo al que pertenecen, lo que ocurriría si hubiera un exceso de crías a las que cuidar. Si no hay que invertir en cuidado, se pueden tener miles de descendientes. Si hay que hacerlo, si el cuidado es imprescindible, el número se reduce porque el tiempo de una vida es limitado. Los que tienen muchos hijos pueden perder muchos sin riesgo de desaparecer como grupo. Los que tienen pocos deben procurar que se pierdan los menos posibles. La selección natural “establece”, valga esa forma imprecisa de hablar, a fuerza de contar con mucho tiempo ya que atraviesa todas las generaciones, los cálculos de forma inconsciente para que todas las especies tengan posibilidad de pervivencia. Según Dawkins, es resultado de un juego en el que se combinan azar y grandes cantidades de tiempo.

Visto lo anterior, y lo complejo que resulta, la idea expuesta nos hace profundizar en los fines de la vida. El egoísmo del gen no es el del uso espontáneo del lenguaje en el que llamamos así al que en sus actos no tiene en cuenta más que su bienestar y busca únicamente su placer. No se trata como objetivo último de pasarlo bien uno solo. Se trata de permanecer y de superar los muchos obstáculos que existen para sobrevivir… y permanecer también en otros. El punto de vista adecuado no es el del placer, sino el de garantizar la presencia física propia en el mundo. Lo contrario sería malinterpretar el argumento de Dawkins con un antropomorfismo, con un tipo de egoísmo de tipo humano, confundiéndolo con uno genético que es el que procede aquí. Dado lo cual, se entiende que no se trata de que la supervivencia consista en la imposición a la fuerza de la propia voluntad al resto del mundo. Se trata de algo mucho más fino como es el desarrollo de estrategias de supervivencia que demuestren que uno es, no más fuerte que los otros, sino más “apto” o “adaptado” al medio ambiente en el sentido de que lo conoce y sabe aprovecharlo con inteligencia para subsistir. Si cooperar hace posible vivir más, se coopera. Si regalar implica recibir más a la larga, se regala. El altruismo es una de esas estrategias de adaptación, la de trabajar en equipo, para que, en tanto no entremos en conflicto, todos salgamos ganando. Todo altruismo, esa es la tesis de Dawkins, es interesado.

La regla natural es que todos, de forma habitual, salgan ganando. Las estrategias que la naturaleza emplea para ello son múltiples y también están muy calculadas por los ajustes y reajustes que se han dado a lo largo del tiempo de la evolución y el número de actores que han intervenido en ella. Fijémonos, por ejemplo, en la complejidad y en la necesidad de la polinización: animales, plantas, fenómenos atmosféricos… todos cooperando en beneficio de la vida. Quien establece la conducta no es la voluntad consciente del animal individual sino el instinto, es decir, la inteligencia no consciente de la naturaleza ajustada y reajustada en muchas situaciones y que ha sido incorporada como un automatismo a la conducta de los seres vivos.

Hay una tensión importante en la naturaleza entre lo que el sujeto debe dar y lo que debe guardar para sí. Los capítulos que analizamos son especialmente ricos en ejemplos de la conducta animal. Como experto en etología, Dawkins los trae muy al caso. En todo ello hay un cálculo coste/beneficio que nos hace ver lo que podría ser un tipo de “economía de la naturaleza”. La regla de oro es “mínima inversión/máximo beneficio” y no sería muy distinta de aquella otra que establece el “mínimo esfuerzo/máxima eficacia” y que también parece que rige el comportamiento de todo sistema del mundo natural. Ante esto debo hacer tres comentarios de índole diversa que pueden parecer contradictorios pero que considero pertinentes y espero mostrar que lo son. A mi juicio, matizan tanto esa perspectiva del altruismo interesado que tienen la virtualidad de engendrar serias dudas sobre él, dudas que analizaremos en puntos posteriores de esta segunda parte del libro. Espero que a la benevolencia del lector le acompañe un gesto de sacrificada paciencia para seguir el desarrollo de los argumentos a su ritmo debido.

El primer comentario tiene que ver con el problema del “escaqueo” o, en términos más generales, el problema de los “aprovechados”. Intentar dar lo menos posible, también aparentando que se da a través de la simulación o de la mentira, podría admitirse en los entornos en los que todos los miembros de la comunidad intentan hacer lo mismo. Pero el escaqueo no es admisible en aquellos otros entornos en los que la generosidad, eso sí, una que siempre espera recibir algo, está a la orden del día. Los segundos son los habituales en la naturaleza. Es mucho más sabio que todos cuiden de todos que calcular en cada acción qué me juego y qué me correspondería en la jugada. Dawkins, en buena lógica darwinista, piensa que toda acción implica un estudio previo hecho por la evolución en el que existe un cálculo de coste/beneficio en el que solo se entrará si se saca algo más de lo que se da. Hay ejemplos suficientes de que un buen número de conductas se ajustan a ese patrón. Habría que considerar si lo son todas sin excepción. Lo que es socialmente castigado en las comunidades animales es aquel que quiere vivir a costa del resto, sin cooperar en las duras y estando el primero en las maduras. La naturaleza, según Dawkins, ha establecido un perfecto ajuste evolutivo entre lo que hay que dar y lo que se espera recibir. En el sabio juego entre generar y cuidar hay múltiples estrategias válidas, pero todas ellas establecidas para que los progenitores o el grupo garanticen la sucesión de las generaciones. Saltarse las normas -recibir sin dar- implica normalmente, en la práctica del grupo, quedarse en diversos plazos de tiempo fuera del juego de la reproducción y estar abocados a quedar separados del grupo y, por tanto, a una esterilidad de hecho. Normalmente el “aprovechado” es finalmente expulsado del grupo y se queda sin opciones dentro de él. La tesis de Dawkins del que podríamos llamar altruismo interesado o altruismo aparente es prometedora y atractiva como idea. Parece ser que, incluso en el mundo humano, ese tipo de cálculos conscientes se dan y funcionan. Pero habría que demostrar que el interés es fuente del cálculo “inconsciente” de las acciones. No habría en ese caso altruismo auténtico. La naturaleza funcionaría según parámetros egoístas sabios y refinados. Es posible que sea así, incluso muy posible, pero, en cualquier caso, generalizar o universalizar esa posición es muy arriesgado.

El segundo comentario se refiere a la dificultad de conciliar el comportamiento rácano, calculador y cicatero que Dawkins atribuye a la naturaleza con, por otra parte, la generosidad de las formas de vida que parece derrochar sin medida la naturaleza misma. Parecería que la naturaleza quisiera vivir con todas las formas posibles y que va generándolas a lo largo de la evolución con una generosidad sin límites. Parece que a la propia naturaleza no le importa la muerte de las formas que hace aparecer sino, tan solo, que todo tenga su oportunidad de vivir independientemente de que sepa aprovecharla o no. La multiplicidad de formas vivas de todo tipo convierte la apreciación en una obviedad: cientos de miles de especies existentes de plantas y animales lo corroboran. Es como lanzar luchadores a la palestra y observar cómo se desenvuelven. La naturaleza como fuente de vida sería un principio aparte de los mecanismos de selección y esas formas seleccionadas serían otras en circunstancias distintas. ¿Es un principio de la naturaleza esforzarse por diversificar las formas de vida? Según esto, el objetivo de la vida es la diversidad. El don de la diferencia de cada entidad la convierte en sujeto activo de supervivencia. La vida, contrariamente a cada individuo y al conjunto de miembros que integran su grupo, no quiere ni identidad ni vivir siempre de la misma forma. Quiere crecer y vivir con mayor plenitud. La naturaleza muestra una originalidad sin límites en cada una de ellas. El juego de la vida es diferente de aquel por el que apuestan las especies y aquellos que forman parte de ellas. Traigo a colación esta idea porque Dawkins no se hace cargo mínimamente de este asunto y es, sin embargo, central en la dinámica de la evolución biológica. Al menos es interesante reseñarlo y tenerlo en cuenta. No es solo el combate por sobrevivir el que está en el fundamento de la diversidad de las formas. Es la tendencia a dar de sí, a un cierto principio de creatividad interna, lo que caracteriza a la vida en su más íntima entraña.

El tercer comentario gira sobre la pregunta: ¿qué ocurre con aquellas conductas que son objetivamente altruistas y que no esperan nada a cambio? Ese punto en concreto, que es aquel que Dawkins pretende que no se da, nos saca de lo que puede explicar la biología darwinista y nos sitúa en una dimensión diferente. Que el fin de la propia vida no sea uno mismo, ni su grupo, ni su especie, da que pensar. ¿Qué sentido tiene evolutivamente hablando que un grupo de ecologistas se juegue la vida interponiéndose entre un ballenero y su posible caza? ¿Es la ballena del mismo grupo, de la misma especie? ¿Se solidarizan unas formas de vida sacrificándose por otras formas de vida? ¿Qué especie, a sabiendas, trasciende el especismo propio de todo el resto del mundo natural? ¿Cómo explicar a la supuestamente cruel y egoísta naturaleza la “poesía” de la propia aniquilación que se ofrece por otros muy diferentes, como son los cetaceos? Y es que entramos en el reino del valor y de la bondad y superamos la naturaleza física. Eso trasciende todo el mundo natural para inaugurar el mundo moral. Con él las bases biológicas de la conducta se trascienden en otras bases inimaginables hasta entonces. Esas bases están ocultas a las intenciones de Dawkins y, en la práctica, son irreductibles a las otras. Seguiremos argumentando sobre ello porque cabría la pregunta de si el mundo moral no es otra cosa más que una derivación del egoísmo natural o, por otra parte, tiene una dimensión original y propia. Ese mundo podría abrirnos a un auténtico altruismo, a la solidaridad y al don de sí hasta el autosacrificio. Y no solo por vidas materiales, sino por valores que podríamos llamar, en una justa dimensión, espirituales. Trataremos del significado de esa palabra clave y, al mismo tiempo, llena de misterio y tan cercana a tantas y variadas malinterpretaciones. Ser espíritu no es tener alas y tocar la lira en una nube. Es toda una condición ontológica que abre nuevas perspectivas y transfigura los valores naturales comunes hasta el momento de su aparición. A partir de ese momento es necesario jugar con reglas diferentes porque entramos en un nuevo universo. No hacerlo significa quedarse en categorías que en ciertas esferas del ser vivo ya no sirven.

 

2.4.- Memes y memética. Los replicadores culturales.

Ya indiqué unas páginas atrás que, junto con el capítulo I (¿Por qué existe la gente?), el XI (Memes: los nuevos replicadores) es, a mi juicio, el central del libro. Va a ser ahora el objeto de nuestra evaluación y el motivo de nuestra discusión. En él se intenta el paso a la especie humana y se reconoce su peculiaridad como tal especie. En ocasiones da la impresión de que Dawkins está al borde de romper con el programa naturalista sobre el ser humano que sustenta. Esa impresión se quiebra con el contenido de los dos últimos capítulos -claramente naturalistas- del libro, los que redactó expresamente para la segunda edición. Se ve que con ellos quiso dejar muy clara su postura ante interpretaciones diferentes en sentido contrario. Es de agradecer que no se haya refugiado en una cómoda ambigüedad y haya despejado posibles dudas que hubieran surgido justificadamente. Ello permitirá valorar mejor su posición y argumentar sin temor sobre su juicio intelectual.

Nuestro autor afirma lo siguiente al comenzar el capítulo del que hablamos:

Hasta ahora no he hablado mucho sobre el hombre en particular, aun cuando tampoco lo he excluido de manera deliberada. […]. Las hipótesis que he planteado deberían, a primera vista, aplicarse a cualquier ser en evolución. Si se ha de exceptuar a alguna especie debe ser por muy buenas razones particulares. ¿Existe alguna buena razón para suponer que nuestra propia especie es única? Pienso que la respuesta debe ser afirmativa (p. 247).

Y sitúa esa peculiaridad en la cultura:

La mayoría de las características que resultan inusitadas o extraordinarias en el hombre pueden resumirse en una palabra: “cultura”. […]. La transmisión cultural es análoga a la transmisión genética en cuanto, a pesar de ser básicamente conservadora, puede dar origen a una forma de evolución (p. 247).

Dawkins ve en la cultura el sentido propio de la evolución humana y cuenta de la siguiente forma cómo denominó a la unidad mínima de transmisión cultural que está en su base:

El nuevo caldo es el caldo de la cultura humana. Necesitamos un nombre para el nuevo replicador, un sustantivo que conlleve la idea de una unidad de transmisión cultural, o una unidad de imitación. “Mimeme” se deriva de una apropiada raíz griega, pero deseo un monosílabo que suene a algo parecido a “gen”. Espero que mis amigos clasicistas me perdonen si abrevio mimeme y lo dejo en meme. […]. Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en un sentido más amplio, puede llamarse de imitación (p. 251).

Aunque Dawkins no entra a valorar con el suficiente detalle en qué sentido la cultura se predica propiamente del ser humano, ni estudia tampoco expresamente sus complejos mecanismos de transmisión conscientes e inconscientes, ni los que posibilitan el cambio cultural, podríamos estar de acuerdo en las características que asigna a lo que llama “meme”. Es una unidad de información no biológica sino simbólica y que se transmite por enseñanza directa de unos seres humanos a otros o a través de los mecanismos sociales de aprendizaje de la tradición. Podría criticarse el neologismo por innecesario pero, dado el éxito que ha tenido desde la publicación de la obra que estudiamos, se ha convertido a su vez en un caso típico de transmisión memética que conviene asumir para poder entrar en diálogo con la comunidad de los biólogos y de los divulgadores de la ciencia biológica. Los paralelismos entre “genética” y “memética” son tan didácticos y sugerentes que ayudan más que entorpecen a la comprensión del asunto en sí mismo. Ahora bien, Dawkins supone finalmente -lo argumentará hasta sus extremos en los dos últimos capítulos de esta obra- que el meme tiene el mismo fin de supervivencia egoísta que posee el gen. Ese es un punto que hay que discutir y que no se puede pasar por alto por las importantes y decisivas consecuencias que arrastra con él.

Dawkins se percata de los muchos sentidos que puede adquirir el término “evolución” y lo constata expresamente: “Nosotros, los biólogos, hemos asimilado la idea de evolución genética tan profundamente que tendemos a olvidar que ésta es solo uno de los muchos posibles tipos de evolución” (p. 253). Pero no logra escapar y redimensionar su propia afirmación cuando, en los últimos compases del capítulo, expresa lo que copio a continuación: “De un simple replicador, ya sea un gen o un meme, no puede pedirse que desperdicie una ventaja egoísta a corto plazo, aunque le compensara, a largo plazo, hacerlo así” (p. 261). Parecería que el egoísmo y el interés particular han ganado finalmente la partida y que una evolución fundada en un verdadero altruismo queda relegada de cualquier forma de vida que pueda considerarse exitosa en el sentido de conseguir, con sus estrategias de acción, permanecer viviendo.

El capítulo termina de forma inesperada ya que, en contra de lo que ha sostenido a lo largo de todo el libro respecto de la entera naturaleza, abre la posibilidad de que exista en el ser humano una conducta verdaderamente altruista y de que precisamente ahí radique su singularidad como especie y aquello que de forma indudable le ha convertido en la especie dominante del planeta. El ser humano puede trascender sus genes y sus memes, decidir su conducta libremente sobre ellos, y abrirse a dimensiones que la biología ni siquiera puede soñar. Véase a modo de ejemplo el final mismo del capítulo:

Tenemos el poder de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento y, si es necesario, a los memes egoístas de nuestro adoctrinamiento. Incluso podemos discurrir medios para cultivar y fomentar deliberadamente un altruismo puro y desinteresado: algo que no tiene lugar en la naturaleza, algo que nunca ha existido en toda la historia del mundo. Somos construidos como máquinas de genes y educados como máquinas de memes, pero tenemos el poder de rebelarnos contra nuestros creadores. Nosotros, solo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas (p. 262).

            Reconoce la posibilidad del verdadero altruismo en lo humano, pero su argumentación en los capítulos posteriores es que esa conducta aboca a la destrucción y extinción de aquellos que la siguen. Es evolutivamente recesiva. Se ve bien en el título que da al capítulo XII: “Los buenos chicos acaban primero”, es decir, sin entrar ahora en detalles, mueren antes y sin descendencia suficiente como para perpetuar esa conducta. Es un argumento fuerte y difícil de deconstruir en la teoría. Al menos tanto como sostener, con el darwinismo social, que ayudar al débil significa ser culpable de arruinar a la propia especie. Ciertamente, el altruismo interesado se aleja del egoísmo grosero del “todo para mí y nada para ti” y lo abre a estrategias de coste/beneficio que se saldarán finalmente a la larga a favor del organismo que actúa de acuerdo con esos principios. Cooperar, puede ser esa una buena proclama, compensa como estrategia en el largo juego de la vida. Se sale beneficiado con ello. Pero, me pregunto, ¿y dar gratis sin contraprestación alguna? Evolutivamente hablando no parece ventajoso. La fuerza de ese argumento solo puede ser contrarrestada en la práctica viendo cómo la solidaridad y los valores de respeto a la vida y la dignidad de las personas crean sociedades más fuertes e integradas ya que, en ellas, se busca expresamente apoyar la cualidad que cada uno puede desempeñar mejor, aunque en las demás capacidades se tengan profundas carencias. Pero dejamos ese argumento para el siguiente punto ya que es el lugar donde corresponde profundizarlo y someterlo a un mayor abundamiento de su contenido teórico.

2.5.- Del hecho biológico al sentido antropológico. Supervivencia y don de sí.

El capítulo XIII, último del libro, ofrece una síntesis de los argumentos que contiene otro texto posterior de Dawkins, El fenotipo extendido (1982), que particularmente considera que es “el libro que, más que ninguna otra cosa lograda en mi vida profesional, es mi orgullo y mi joya” (p. 302). Para ser sincero, no creo que al decir eso esté siendo justo con su obra de 1976, la que evaluamos en  este trabajo y que fue la que le dio la fama. Esa obra posterior es una buena secuela del libro que comentamos, aunque sus argumentos son más complejos y menos intuitivos que los del Gen egoísta. Complementa bien y perfila algunas ideas, pero no puede sustituir a su primer libro importante.

El capítulo plantea expresamente el problema de la prioridad del gen sobre el cuerpo individual como sentido último de la evolución polemizando, incluso, sobre los motivos de que unos genes cooperen con los otros: “Nuestros propios genes cooperan entre sí, no porque sean nuestros, sino porque comparten la misma salida -espermatozoide u óvulo- en el futuro” (p. 315). Ante tanto individualismo manifiesto, en sentido metafórico e impropio, incluso del gen, cabe plantear, como abiertamente hace nuestro autor, los motivos por los que la evolución ha favorecido las agrupaciones cooperativas: “¿Por qué los genes se agrupan en células? ¿Por qué las células se agrupan en los cuerpos pluricelulares? ¿Y por qué los cuerpos adoptan lo que llamaré un ciclo vital de “embotellado”?” (p. 328).

La respuesta que da a lo primero no supone una novedad a los que conocen los argumentos habituales del libro tal y como los hemos expuesto: necesitan cooperar para garantizarse cada uno una mejor función vital y una mayor capacidad de replicación. Y esa misma respuesta “desnuda”  en esencia será la que se repita cuando conteste a las otras dos cuestiones. El hecho definitivo es que cooperar trae ventajas incalculables que hacen que la evolución la haya favorecido en su tendencia a una mayor complejidad y que la haya fijado como estrategia evolutiva estable. Y esa complejidad es efecto y respuesta a la competencia que sufre de las otras formas de vida con las que comparte medio. La primera impresión en lo que respecta a la lucha por la vida es que se coopera o se compite. El argumento de Dawkins sintetiza ambas posturas de manera brillante concluyendo que se coopera con el propósito exclusivo de competir mejor en la lucha por la existencia. El amparo de muchos aumenta el propio poder. Eso elimina de la evolución en la naturaleza la posibilidad de un altruismo verdadero, es decir, de concebir la vida no como el tesoro de un avaro que está obligado a incrementar o, en todo caso, a conservar a toda costa sino, más bien, como un don gratuito, un regalo que entregar en el cuidado de los otros a pesar de que ninguna ventaja pueda derivarse de ello. Pues bien, esa locura que evolutivamente es la vida como don, es lo que hace fuerte la conducta del ser humano y le da un sentido diferente y especial del resto del comportamiento natural. Vamos a comparar ambas formas de acción en los fines que persiguen para establecer, con toda la claridad de la que sea capaz, su diferencia.

Para explicar el asunto, central en la argumentación que sostengo, voy a acudir a un texto complejo y un tanto extenso de mi libro, publicado en el año 2017, Orígenes del hombre. La singularidad del ser humano. Voy a exponer el argumento con toda su crudeza y de forma completa para pasar a analizarlo con detenimiento en el resto de este punto.

La estrategia vital es básica para la contemplación porque permite mantenerse en el ser, pero ese límite se muestra insuficiente para enseñar las cualidades de la verdad respecto al mismo existir. ¿Y cuáles son esas cualidades? Precisamente sacar lo humano del círculo de la biología o, si se prefiere, de la linealidad del nacer-crecer-reproducirse y morir. Esa secuencia implica el cumplimiento de todo ser vivo en tanto que ser vivo: aparecer, madurar hasta ser capaces de crear nuevos seres de la propia especie y, una vez hecho eso y por la ley misma que rige la vida, desaparecer. Ahora bien, el ser humano puede maldecir la hora de su nacimiento (“el peor pecado del hombre es haber nacido”), puede no querer reproducirse porque no quiere asumir las responsabilidades sociales que ello implica (o propter regnum coelorum) y, por último y aquí varían las versiones, puede desear su muerte y adelantarla suicidándose o no quererla en absoluto y criogenizarse. Pero no es solo una cuestión de deseo el hecho de que el acontecimiento biológico es insuficiente para que el ser humano se sienta plenamente realizado y encuentre el sentido de su vida. Eso establece la barrera entre la biología y la existencia, entre la naturaleza del ser vivo y la autocreación que hace el ser humano. Retomando la vieja expresión platónica, es cierto que engendrar para el hombre significa crear en la belleza. Esa es la máxima expresión de una verdad que no se limita a describir ni el entorno ni el mundo, sino que pretende formarlo a la medida de lo humano, pero habiéndolo conocido antes. Vivir en la verdad, en el bien y en la belleza es algo más que sobrevivir o, sin más, que vivir; supera las aspiraciones de la vida biológica en tanto que tal para trascenderla en un ámbito distinto. Y eso hay que afirmarlo aun diciendo que el ser humano nace, crece y muere pero que en ello no encuentra su sentido ni su satisfacción. Vivir en la belleza, en el bien y en la verdad tiene un sentido trascendental (propiamente hablando) que lo hace muy distinto del vivir biológico (pp. 139-140).

Comparto con Dawkins que todo viviente desea por naturaleza seguir viviendo y que para ello empleará todos los medios que tenga a su alcance directa o indirectamente. Ese principio básico del instinto de conservación da sentido a la lucha por la existencia, por querer seguir existiendo. Y es posible aplicarlo tanto a las plantas, como a los animales no humanos, como al animal humano. Pero respecto de este último encontramos novedades que no pueden apreciarse en el resto de los seres que comparten con él la vida biológica. La diferencia principal es que todo ser vivo, a excepción del humano, cumple enteramente su existencia en el ciclo nacer-crecer-reproducirse-morir. De un ser vivo que lo ha completado puede decirse sin dudar que ha tenido una vida plena y satisfactoria. La novedad con el humano es que este último no se contenta con vivir sino que aspira a configurar el sentido de su existencia conforme a los criterios de su voluntad: un ser humano puede nacer, crecer, reproducirse mucho y, al llegar al final de su vida, sentirse un desgraciado al que le embarga un profundo sentimiento de frustración por pensar que la ha desperdiciado. Dicho de otra forma: el ser humano quiere algo más que vivir teniendo todos sus sentidos satisfechos, quiere una plenitud del desarrollo de sus facultades que le permita ser feliz o, con otros términos de marcados sesgos existencialistas, desarrollar una existencia “auténtica”. Si nos fijamos con detenimiento, el ciclo de la vida biológica se caracteriza por la pasividad con que lo recibe el sujeto vivo, animal o planta: ni nacer, ni crecer, ni ser fértil, ni morir dependen de la voluntad del no-humano. Sin embargo, en el humano, la vida y la muerte se entienden como una posibilidad que se puede elegir con libertad en cualquier momento: ¡cuántos eligen morir en medio de circunstancias materialmente inmejorables, e incluso envidiables, para la mayoría! Eso demuestra que ni la fama, ni el dinero, ni el placer, cuando se tienen, son la base de la actividad por la que el ser humano se ve a sí mismo en plenitud. Otros deben ser los motivos principales por los que se quiere vivir.

Solo en el ser humano la vida se plantea como posibilidad y no como tendencia obligada ante la que no queda más remedio que plegarse. Lo posible se contrapone al imperativo necesario. Y, quien dice la vida, dice también elegir la muerte como acción posible. Para un ser humano la vida no es un hecho necesario en el que hay que mantenerse por mandato biológico, sino que es una posibilidad. Para muchos, quizás para la mayoría, instalarse en el vivir es un hecho que ni siquiera pasa por la cabeza propia cuestionar. Pero si no se cuestiona, el humano no puede elegirla y verla como posibilidad y meramente la asume como cualquier animal. Pero es innegable que instalarse en el vivir es ya una opción que no tiene ninguna otra especie de ser vivo. El ser humano puede optar por morir. No digo que sea éticamente aceptable, no entro en una valoración moral, pero se le abre como posibilidad ontológica que no posee otro sujeto vivo distinto de él. Para decirlo impropiamente, el ser humano existe por un acto de su voluntad por el que no acaba con su vida, como podría hacerlo.

También la reproducción se abre como posibilidad y no como necesidad ni imperativo. En Occidente y los países occidentalizados y todas sus crisis de índices de natalidad es también un hecho innegable. No muchos quieren asumir la carga de la paternidad y, de entre los que lo hacen, cada vez lo eligen más tarde. Ni siquiera puede decirse que los hijos sean una inversión, como lo eran en las economías de las familias extensas. Más bien son una carga y recibirlos es un generoso acto de verdadero altruismo. En el ser humano se despiertan valores diferentes a los que inducen a generar prole. No entro tampoco en una valoración moral, tan solo lo señalo como ámbito de elección que no supo ser adecuadamente interpretada, como veremos inmediatamente, por el evolucionismo, incluido el propio Darwin.

Para Darwin, el impulso de la reproducción se mantiene en cualquier ocasión humana, sobre todo si las circunstancias externas la hacen posible. Recordemos que una de las fuentes de la teoría de Darwin es Malthus y su idea de que la población aumenta exponencialmente hasta el límite mismo de los alimentos de los que se disponga. Primero, por aumento del número de crías hasta llegar al límite de los recursos. Segundo, por lucha y competición cuando la población sea mayor que ellos. Lo que no supieron pronosticar ni Darwin ni Malthus es que, con las necesidades materiales satisfechas, la reproducción deja de convertirse en obligación para unos individuos que prefieren dedicar su vida, su tiempo y su dinero, a cosas diferentes del cuidado de los hijos. A este respecto, repitiendo la idea, supone Darwin, apoyándose en la teoría de la población de Malthus, que si se dan condiciones adecuadas para la vida, la reproducción aumentará si aumenta la riqueza y el bienestar ya que las condiciones materiales lo permiten. Eso hizo caer a Sir Charles en un error de cálculo que escribe dándole carácter público en su obra El origen del hombre:

De lo dicho se deduce que los pueblos civilizados, que en cierto sentido pueden ser considerados como animales domésticos, deben ser más prolíferos que los salvajes. Es también muy probable que el aumento de fecundidad alcanzado en las naciones civilizadas tienda a convertirse, según ha sucedido en nuestros animales domésticos, en carácter hereditario; por lo menos es cosa sabida que en ciertas familias humanas hay propensión a producir mellizos (Darwin, 1979: 45).

Resulta claro que si la vida se presenta como posibilidad y la reproducción también, se cuestiona su necesidad y, por tanto, aparecen hechos nuevos en lo humano que hacen entrar en crisis la idea de que la finalidad del viviente es vivir y reproducirse. Pasan de ser una situación de hecho a ser asumidas dentro del campo del valor que se le quiera dar a la vida o del valor que se pretenda dar a generar hijos. Elegir la muerte y la infertilidad se presentan como posibilidades humanas al alcance de su libertad. Eso contraviene la lógica del resto de los seres vivos. Hay multitud de motivos por los que elegir desaparecer de forma individual y como grupo. No es lo mismo el uso de métodos anticonceptivos que la opción por el celibato, aunque ambas sean claramente antievolutivas y resulten inimaginables a la lógica darwinista de la finalidad de la vida como vivir y reproducirse. El ser humano vive con una lógica diferente de la lógica del sobrevivir, que es la que marca la pauta al resto de los vivientes, ya sean plantas o animales.

Si el darwinismo asume que el fin de cualquier vida es mantenerse en el vivir y reproducirse con el propósito de seguir viviendo, hay hechos no menores que esa misma teoría no puede explicar. Lo humano se desenvuelve en una lógica diferente de la lógica evolutiva. Necesita de otra lógica que pueda dar razón de su conducta. No solo no acepta el hecho de que tiene que vivir o engendrar; la prioridad para el ser humano está en darle un sentido que puede negar el propio hecho: en lugar de vivir, morir; en lugar de reproducirse, no hacerlo. La opción que realiza el humano es encontrar el motivo y el sentido para ello. Elegir, en lo que cabe, la vida y al hijo. Y podemos encontrar en ello a la libertad humana que, frente al hecho biológico, da prioridad al sentido de lo que hace y opta por aquello en lo que decide emplear su vida en lugar de seguir un destino biológicamente impuesto por mucho que tenga la garantía de millones de años de evolución.

La capacidad de opción, de elegir vivir y reproducirse, no se convierte en una categoría de poca relevancia. Tiene consecuencias muy importantes en las dimensiones en las que se quiere vivir la propia existencia. El hiato entre aquellos seres que saben lo que quieren y lo eligen y aquellos que no tienen esa capacidad de autodeterminación es manifiesto. El evolucionismo darwinista explica al detalle los segundos. Pero es incapaz de dar razón de un ser para el que la vida y la reproducción son una posibilidad propia y no un imperativo impuesto por la genética. No voy a insistir en las consecuencias epistemológicas que tiene esa situación y que exigen una remodelación de la teoría para adecuarse mejor a los hechos. No se trata de rechazar unas ideas que explican tanto de la realidad natural sino, en el peor de los casos, de afinarlas para dar cabida a las novedades que presenta lo humano sin que haya que forzarlas para que se ajusten a las dimensiones del particular lecho de Procusto de la ortodoxia darwinista.

Las diferentes formas de vida consiguen su propósito de sobrevivir adaptándose a los cambios que se producen en el medio ambiente en el que viven. Entran en competencia para conseguirlo y, como Dawkins expone magistralmente, cooperan para rentabilizar al máximo sus esfuerzos en formas de altruismo interesado. Todo lo que sea útil para sobrevivir es bienvenido en la lucha por la vida porque todo se justifica conforme a ese fin.

En el ser humano existe la posibilidad de existir conforme a criterios diferentes a la utilidad que sirve para seguir viviendo. El instrumento para sobrevivir se valora no solo conforme a su eficacia para lograrlo sino también respecto a su conveniencia con otros ideales que pueda haber construido. El mundo al que aspiran el vegano, el pacifista, el ecologista, etc., no se consigue con cualquier bien útil para sobrevivir. La utilidad no basta para justificar cualquier opción moral. En ocasiones, lo más útil es tomarse un filete de vaca, organizar una buena pelea o ampliar el número de las centrales nucleares. Dependiendo de qué ideales se trate, lo útil cede su paso a los valores morales. No se trata en esos casos de adaptarse al medio, sino de hacer mundos nuevos conformes a valores que se considera -con mejores o peores razones- que lo mejoran. Innovar para el ser humano no es esperar que la evolución haga una selección de genes contando para ello con cambios que se producen en largos periodos de tiempo. La acción transformadora humana cambia activamente el medio ambiente y puede hacerlo de manera muy veloz, mucho más que la velocidad a la que transcurre el cambio natural. Esa transformación, vinculada enormemente al mundo del símbolo y de la cultura, se hace generalmente de acuerdo con tres criterios. Esos criterios, los enuncio abruptamente para considerarlos enseguida, son el bien, la verdad y la belleza.

El bien, la verdad y la belleza son las maneras que el ser humano tiene de transformar el mundo, de recrearlo y transfigurarlo, de resignificarlo, conforme a sus propios gustos y creencias. En las manos del ser humano están todas las posibilidades a su alcance para que pueda modelarlas con las circunstancias en las que se halle. De la grandeza o poquedad de su ánimo y de sus cualidades de todo tipo depende su obra. Unos podrán conocer el mundo y desentrañar sus misterios, algunos cambiarán con la acción las situaciones en las que ellos y otros se encuentren para establecer mayores niveles de justicia y de bienestar y, por último, unos terceros generarán novedades en artes y técnicas para hacer gozar y liberar al ser humano de lo oneroso de la existencia, de la esclavitud de tener que arrancar la vida del cultivo de la tierra, de la repetición y del aburrimiento y mostrar el disfrute de existir en un mundo en constante renovación.

Esas tres dimensiones generan no solo medios ambientes, también mundos y significados nuevos que escapan a lo que ningún otro ser vivo pudo soñar nunca: no solo sobrevivir en una realidad dada, también aspirar a nuevas formas de vida en mundos recién inaugurados por él o por otros. Crearlos da mérito a los creadores; disfrutarlos engendra gratitud para con los benefactores. ¿Por qué esa capacidad de creación, de ir más allá de donde está, caracteriza al ser humano? ¿Qué aparece con él que le motiva a la posibilidad de crear maravillas o, como revés, desastres? A mi juicio, sintetizando la que podría ser una larga respuesta, es que el ser humano no solo es un “hecho biológico” que busca permanecer y repetirse en otros, el ser humano necesita darse “sentido” como ser y en la construcción de su respuesta desarrolla su humanidad. Pero esa respuesta queda corta, incluso miserable a pesar de su grandeza, si la dejamos ahí y no percibimos que la mirada del ser humano no se detiene generalmente ante el propio rostro sino que tiene la faz del otro como espejo en el que mirarse.

Que el ser humano tiene una especial capacidad para cuidar hay que fijarlo como un hecho común, cercano y casi cotidiano. Generalmente se cuida, es experiencia diaria, de los más cercanos, aunque los compromisos profesionales y vivir en un mundo sin tiempo para el pensamiento pausado y la elección lenta cada vez lo ponen más difícil. La capacidad de cuidado y de sacrificio por los otros, incluso por los desconocidos y extraños, también es experiencia común en los movimientos de atención solidaria y de ayuda a los necesitados. Ese cuidado llega incluso al sacrificio de los bienes y de la vida propia y no solo con la prole. Existen corrientes enteras de desprendimiento y de ayuda social ante catástrofes, atención a los refugiados y demás contingencias nacionales e internacionales. El hecho de que se produzcan justifica que el humano tiene la posibilidad de cuidar de los que no son los inmediatos y cercanos, sino de gentes a los que solo verán el rostro -si llegan a hacerlo- en las imágenes de los medios de comunicación. Se puede demostrar con hechos la capacidad de sacrificio humano en todos aquellos mártires y víctimas que perecen en las circunstancias difíciles y extraordinarias de atención en guerras, plagas y catástrofes de todo tipo. También en las circunstancias en las que hay que elegir entre la vida o renunciar a los principios que uno desea que configuren el sentido de su existencia. No entro en la heroicidad del don personal y propio en el ámbito de lo cotidiano. Posiblemente sea lo que merecería un mayor comentario. Me limito a apuntarlo como tema de especial interés y relevancia.

Hoy en día la solidaridad -por auténtico amor o por tranquilizar la conciencia- no es solo un acto privado. No solo las familias, también la sociedad civil se ha empeñado en ello e incluso ha motivado respuestas de los Estados. Pero el argumento más efectivo que manifiesta la condición humana es que la ayuda y el cuidado no solo se limita a los cercanos o a la propia especie humana allá donde se encuentre en el planeta. La especie humana se preocupa no solo de ella misma sino también de promover el bienestar animal y el cuidado de lejanos hábitats. La mirada ética del ser humano se ha posado en el resto de los que viven para salvarlos de una destrucción segura.  Hoy, cuando se acusa al ser humano de actuar con intereses solo de especie y sin importarle qué ocurra al planeta, vemos que hay movimientos contrarios que rompen con el especismo natural a toda especie viva y fomentan una mirada ética global. Esos comportamientos muestran que el ser humano tiene la posibilidad de actuar buscando el bien de todo lo que esté a su alcance. Para el ser humano es posible alcanzar una mirada ética universal, una acción que abarque el cuidado de la totalidad de lo real. Con ello no caigo en ningún “buenismo”. No afirmo que el ser humano sea solidario, que sea bueno por naturaleza o que se sacrifique por otros de manera general. Lo que es incuestionable como hecho es que generalmente tiene la “posibilidad” de hacerlo. Y eso es suficiente para mostrar una especial singularidad ontológica y ética que no busca solo permanecer ella misma sino, a veces sobre todo, ejercer su poder hasta el sacrificio de sí y de sus intereses como especie.

El ser humano puede convertir su existencia en don y servicio de otros. Reconocerlo significa el inicio en la vida biológica de una condición -la de persona- que trasciende la finalidad del resto de las especies vivas con las que el ser humano comparte muchas cosas, pero no el sentido final con el que es capaz de alcanzar una especial condición de cuidador de la realidad en su conjunto.

El ser humano tiene a su alcance la capacidad de don de sí y de sacrificio y cuidado del otro, siendo este otro un humano, un viviente no humano o el planeta en su conjunto. Ese horizonte de don -que convive junto con una idéntica capacidad de destrucción y de mal- muestra que el ser humano puede existir con una perspectiva vital de altruismo verdadero. La posibilidad de la vida como don y sacrificio quiebra la lógica evolutiva y cualquier “base biológica de nuestra conducta” en el sentido en que Dawkins afirma en su libro porque con ella se pretende algo diferente de sobrevivir y reproducirse. Con la nueva perspectiva no es irracional pensar que puede valer la pena darse y negarse mucho bienestar porque otros puedan vivir y estar un poco mejor. Eso puede hacerse con la verdad generando conocimiento, con la acción social y política fomentando mejores condiciones de vida y recreando el mundo con la belleza por encima de la utilidad económica. Son posibilidades humanas. Como posibilidades, no todos optarán por un sentido de la vida conforme a ellas. Pero aquellos que lo hagan puede que descubran la vocación de infinito que le cabe al ser humano y que aquí no puedo, no solo esbozar, sino apenas señalar.

 

III.- Conclusiones.

            Llegando a término nuestro diálogo con Dawkins, respetuoso pero claro en las diferencias, toca repasar sus tesis principales y subrayar y recoger algunas conclusiones ya apuntadas a lo largo del libro.

Debemos comenzar revisando críticamente su aceptación sin reservas de la doctrina darwinista ya que la considera, más que ningún otro punto de vista anterior, como la verdad definitiva sobre los complejos procesos con los que se desenvuelve la vida. Considero que están bien asentados y desentrañados por el darwinismo muchos secretos del desarrollo y evolución de la vida. Pero la actitud de apego absoluto a la teoría que muestra Dawkins no me parece la óptima teniendo en cuenta cómo se forman las propias teorías científicas y la necesidad de probarlas con las observaciones que se van haciendo a lo largo de las generaciones. En este sentido, toda teoría resuelve problemas y lo hace con la suficiente fuerza como para ser aceptada por la comunidad de los investigadores. Pero ninguna teoría resuelve todos los problemas ni responde a todas las inquietudes intelectuales que despierta la observación de los hechos. Frente a una consideración estática de una ciencia ya lograda, prefiero la popperiana “búsqueda sin término” centrada en poner a prueba lo que se sabe, en resolver los problemas que la teoría no resuelve y en investigar las nuevas incógnitas que abre. La actitud de Dawkins respecto de la biología es semejante, puede ser un buen parecido, quizás el único, a la que Kant tenía sobre la matemática y la geometría griega o la física de Newton ya que daba por supuesto que no avanzarían ni un ápice más al pensar que explicaban al detalle todos sus objetos de conocimiento. Mirar las respuestas más que a los interrogantes construye una epistemología en su conjunto errónea cuyo resultado más inmediato es convertir a la ciencia en un grupo de juicios y enunciados que acaban, utilizando una metáfora, por formar parte de un museo que contiene especímenes disecados o en frascos con formol. Es una forma de entender la actividad científica propia del XIX y que refleja una visión de la ciencia como saber único y completo frente a aquella que busca falsar – usando la terminología de Popper- constantemente lo que se supone probado. Como imagen, es más propio del XXI el museo interactivo en el que se motiva a los visitantes a aprender por sí mismos, a cuestionarse y a cuestionar y, más que a repetir lo sabido, a progresar en el conocimiento. El conocimiento que sigue interrogando es un conocimiento más humano que aquel otro que habla como el maestro que ya sabe a los ignorantes que no sabemos. Leyendo a Darwin, una de las personas a las que más admiro como científico y como ser humano, he aprendido a saber reconocer entre un hecho probado y una opinión a investigar. Nadie como él insiste sobre esa diferencia y hay que tener clara una y otra para sacar conclusiones bien contextualizadas de sus escritos. La ciencia no solo descubre verdades. La actividad científica motiva al ser humano a usar su juicio propio en la comprensión personal de esos enunciados teóricos.

Partiendo de que al ser humano todavía le queda mucho por saber y de que la ciencia es una actividad y no un recibir pasivo en el que se tiene que aceptar con fe ciega lo que los “sabios” dicen, hay que reconocer que muchas de las descripciones que hace Dawkins sobre genética y etología se atienen fielmente al estado actual de los conocimientos. No hay que criticarle tanto los hechos que expone como las interpretaciones que saca de esos mismos hechos y que, en ocasiones, hace pasar ilegítimamente de un ámbito más pequeño a otro mayor: del juicio que afecta y está vigente en el ámbito de la vida darle traslado y ampliarlo a toda realidad física, química o mental. Pasemos revista a algunas de esas interpretaciones.

La afirmación estrella del libro es el vuelco con el que Dawkins hace pivotar los fenómenos de la vida sobre el gen más que sobre los individuos. Desde los tiempos de Aristóteles ha sido el cuerpo individual vivo la unidad biológica básica. Desde esa premisa nacieron en Grecia las discusiones sobre la naturaleza ontológica de la “especie” frente al organismo individual, pero la unidad estándar en la biología antigua era el individuo vivo. Esas discusiones se continuaron a lo largo de la historia del pensamiento en las relaciones entre ser ideal y ser real, el problema de los universales y las discusiones entre esencialismo y nominalismo. La posición de Dawkins, original y bien argumentada como tal, es pensar las consecuencias de concebir a los genes, ya que son los que se replican y permanecen en la generación, como las unidades biológicas básicas. Creo que desde un punto de vista biológico tiene sus ventajas puesto que hace recaer el protagonismo sobre los elementos que van a continuar durante las generaciones más que sobre los individuos que mueren al desaparecer cada una de ellas. La aceptación que ha tenido la propuesta de Dawkins avala su viabilidad. Ahora bien, como toda novedad que cambia lo que podríamos llamar el punto de vista habitual y que se ha convertido en perspectiva de “sentido común”, tiene también sus inconvenientes. Fundamentalmente forzar la tendencia natural de pensar en los genes como una especie de unidades “homunculares” (algo así como individuos más pequeños obrando dentro de un individuo mayor) previas al que hasta ahora había sido el incuestionable protagonista. Para comprender la asignación de esos nuevos papeles destacados es necesario entender bien el neodarwinismo y, sobre todo, la finalidad de pervivir todo lo que se pueda como centro de las tendencias vitales. Si el que permanece es el gen más que el individuo no es irracional pensar en él como unidad básica evolutiva y hacer del individuo un “envase” construido para portarlo. Esa imagen es contraintuitiva y polémica, pero Dawkins la justifica bien. Se podrá compartir y preferir esta perspectiva sobre la clásica o no, pero está argumentada.

Pero la teoría del gen como unidad básica de evolución no va sola. La acompaña el adjetivo “egoísta”. El gen es “egoísta”. Se podría concebir que el gen es una unidad psicológica con sus intereses de permanecer, pero no sería correcto atribuir intención a los genes. Hay que entender esa afirmación en el sentido de que apostará toda la fuerza biológica de la que dispone para seguir viviendo en competencia con las demás formas de vida. El gen busca sobrevivir y, para hacerlo, siempre de forma interesada, está llamado a cooperar para garantizar su permanencia. La naturaleza actúa, con la idea de sobrevivir, retrasando en ocasiones la ganancia inmediata y jugando con la relación coste/beneficio para obtener el máximo con la menor inversión posible. En este sentido, juego de nuevo con la metáfora con propósitos didácticos, la naturaleza funciona como cualquier empresario de cualquier país occidental.

Pieza fundamental en la teoría de Dawkins es su idea del “meme”. Su necesidad se justifica cuando se reconoce la peculiaridad de la cultura como una particularidad de la especie humana. El ser humano no solo transmite información genética. Tan importante como eso para él es la información que hace que no parta siempre de cero y que, en resumidas cuentas, no es otra cosa que la tradición en la que nace. El “meme” es la unidad básica de transmisión cultural y que los seres humanos aprenden con los años, primero inconscientemente, y, después, asumiéndola en un aprendizaje directo al que, en el mejor de los casos, pueden contribuir a cambiar con su ingenio y esfuerzo cuando llegan a adultos. El término “meme” es un neologismo afortunado creado por Dawkins que tiene una finalidad descriptiva y didáctica que ha quedado demostrada por lo exitoso de su implantación. El problema que quiero mostrar no se da con el propio “meme” sino con el adjetivo “egoísta” que, según Dawkins, también le acompaña. Los memes entran también en competencia y se rigen por la misma ley de selección que los propios genes. Y si cooperan, como pueden hacerlo, es con la misma ley económica de sacar el mayor de los provechos de toda inversión realizada. En resumidas cuentas, nada hay ni en la naturaleza ni en la cultura que nos anime a postular un altruismo desinteresado. En la naturaleza nada hay que escape de la ley general del sobrevivir a toda costa y, para ello, cualquier medio es lícito y útil.

Ya enuncié que, en el capítulo pertinente, el XI, Dawkins parecía asumir que el ser humano tenía una peculiaridad respecto del resto del mundo biológico. Sin embargo, todo queda en apariencia cuando aplica la lógica de la supervivencia a todas las instancias en las que el ser humano se mueve. Hay diferencia pero, podríamos concluir, no hay “excepción” humana. Hay alguna distancia entre el resto de los organismos y el ser humano, pero no hay saltos entre ellos. Pues bien, teniendo en cuenta la importancia de esta afirmación y sus notables consecuencias para entendernos a nosotros mismos, voy a centrarme en criticar este planteamiento ya que creo que Dawkins establece un continuismo en la explicación que no está en absoluto justificado por los hechos. Es, sin lugar a duda, el punto más débil del libro y, sin embargo, es aquello por lo que se convirtió en superventas y a lo que apunta el subtítulo de la obra al hablar de “las bases biológicas de nuestra conducta”.

Hoy en día se venden muy bien los libros que, como el de Dawkins, sostienen que somos lo mismo que otros animales y que la razón de que nos consideremos a nosotros mismos como algo especial no es otra más que una presunción injustificada del propio humano, que es juez y parte. Sostener eso forma parte de lo políticamente correcto dentro del mundo de la divulgación científica puesto que está hecho, en una inmensa mayoría, por naturalistas. Esa falacia, que tan bien viene a las editoriales comerciales, y que paso a criticar someramente, encierra parte de verdad: somos también animales y somos juez y parte. Pero la teoría que explica la conducta animal no es suficientemente amplia para acoger lo más propio y granado de la conducta humana, por lo que podemos deducir con motivo que somos algo más que animales. Tampoco el ser humano puede hacer otra cosa que ser juez y parte: no hay, que sepamos, en la realidad terrestre, otra conciencia que le exonere del juicio que ejerce sobre sí mismo. La pesada carga de comprenderse a sí mismo es especialmente onerosa en esas circunstancias. Por ello, el ser humano debe ser especialmente objetivo y cuidadoso al conocerse y hablar sobre sí. La mayor parte de la historia del pensamiento ha pretendido usar con cautela y prudencia el privilegio que da al ser humano ser el único animal autoconsciente del que tenemos noticia.

¿Cuáles son los hechos por los que establecemos que las características con que los biólogos comprenden el comportamiento animal no explican todos los comportamientos humanos? Si la conducta animal vive para sobrevivir y engendrar seres como ellos, elegir la vida y al hijo se abren solo como posibilidades humanas y no como hecho necesario y asentado. Es posibilidad humana negarse a vivir y negarse a engendrar y no por un solo motivo sino por múltiples razones que, a su vez, dependen de las diferentes circunstancias vitales y culturales en las que los seres humanos desenvuelven su existencia. Por otra parte, otro conjunto de hechos se relaciona con la posibilidad humana del altruismo verdadero y de concebir la vida como don a regalar a otros y, como tal regalo desinteresado, sin pedirles nada a cambio. La posibilidad humana de una “economía” vital del don quiebra que la única “economía” que funcione sea la del intercambio y el interés.

Tener conciencia y responder de las propias acciones ante uno mismo y la comunidad en la que se vive hace que la animalidad humana adquiera capacidades que no se limitan exclusivamente a formas de vida que, como él, tienen su base química en el carbono. Conocer y responder, la capacidad de diálogo en resumidas cuentas, es también capaz de generar conversación no solo con los miembros de la propia especie biológica sino, por ejemplo, lo planteo tan solo como hipótesis, con formas desarrolladas de inteligencia artificial. E, igualmente, si las hubiera, también hipotéticamente hablando, podría hacer entrar al ser humano en diálogo con otras formas de vida que tuvieran también capacidad autoconsciente. Formas que quizás hubo en la Tierra antes de que el ser humano llegara a ella o formas que convivieron con él durante un tiempo. Formas que quizás pudiera haber fuera de la propia Tierra y que hacen de lo que se llama con el nombre de “exobiología” una búsqueda con sentido que tiene su lugar en la ciencia y no solo un recurso para las novelas de ciencia ficción. Ese argumento enseña que la comunicación humana va más allá de la biología y la hace entrar, al menos, en un campo en el que diversas especies conscientes de la Tierra o de fuera de ella pudieran comunicarse pensamientos e ideas con, también, por ejemplo, un buen número de máquinas.

Esos hechos le conceden al ser humano no solo una singularidad como especie. También atribuyen singularidad a cada uno de sus miembros. Cada miembro de la especie es diferente no solo como individuo biológico sino como una entidad que puede decidir de manera autónoma y responsable un destino personal, familiar y colectivo, quizás también único en toda la naturaleza viva. Quizás se entienda mejor el argumento si lo comparamos con la condición de una obra de arte. La obra de arte es una materia que encierra un sentido único y universal. Venus de Milo solo hay una y se expone en el Museo del Louvre de París. El resto son copias que tenemos en nuestras casas como evocación de su singular significado, de la misma manera que tenemos fotografías de nuestros seres queridos y no los confundimos con los originales. Pues bien, en ese sentido propio, cada ser humano puede alcanzar el estatus de obra de arte. Estatus de cuerpo vivo singular que encierra un sentido universal que puede ser, solo puede ser, aquel con el que ha querido construir su existencia.

El ser humano no es solo un hecho que debe desarrollarse biológicamente hasta una madurez que le permita reproducirse y engendrar formas semejantes a él que, con bastante probabilidad, en su vida harán lo mismo que sus progenitores. El ser humano debe conferirse un sentido para su existencia mediante el cual superar un sobrevivir repetitivo en sus rutinas. El sentido hará de él, pido perdón por el tecnicismo, un animal “autopoiético”, es decir, capaz de crearse a sí mismo, construirse con los principios que autónomamente se ha dado. De esa forma, el ser humano no solo genera cuerpos vivos semejantes a sí mismo como hace el resto de las formas vivas. También crea conocimientos científicos, transformación social y arte y técnicas. Recordando las palabras del discurso sobre el amor que Sócrates pone en boca de su maestra Diotima de Mantinea en la obra de Platón El banquete, podríamos definir al animal humano como aquel que aspira a “engendrar en la belleza según el cuerpo y según el alma”. Crear es la esencia misma del ser humano, lo propio de un espíritu inquieto. Se me dirá que gentes con vocación creativa y con espíritu de innovación no hay demasiadas, que la mayoría vive una vida “animal” en la satisfacción sibarita de sus deseos. Como profesor que trata cada día a cientos de jóvenes he de protestar ante esa visión. Es más fácil culpar a los individuos que cambiar los sistemas. He asistido a milagros con personas con falta de motivación que se han transformado al implicarse en la aventura del conocimiento. Quizás, en educación, el misterio consista en cambiar los sistemas “pasivos” de aprendizaje por otros “activos”. Llevamos generaciones hablando de la necesidad de que el alumnado “construya” su conocimiento, cuando se aburre con los contenidos que se le ofrecen y no quieren construir nada con todo eso, en lugar de ilusionarlo mostrándole aspectos de las inmensas e inagotables riquezas de una realidad inabarcable. Hay que desarrollar esos sistemas. Ojalá aparezca el genio pedagógico que le ponga el cascabel al gato.

Puede que, de hecho, pocos sean los llamados e interesados en crear… aunque sea solo una minucia. En cualquier caso, un solo ejemplo, hablaría del ser humano como un ser que tiene la posibilidad de hacer nacer formas y sentidos de la realidad más ricos en su significado simbólico que los que engendra la naturaleza. Esa posibilidad no la tienen el resto de las formas de vida no humanas. La aparición de una especie con esa posibilidad en el reino natural requiere una explicación. La obra de Dawkins que hemos sometido a valoración no puede conseguirlo por la limitación de los principios que asume. El darwinismo en general, acertado en la cuenta que ofrece del resto de formas de vida, se queda corto en la explicación del ser humano. Ofrece de él una paupérrima visión que oculta las riquezas de su condición más íntima. Esa condición más interior es su posibilidad de tener una vida lograda de la que es responsable o, por el contrario, enuncio ahora esa nueva posibilidad en la que no he querido abundar, de fracasar existencialmente ante los propios ojos y, lo que importa mucho menos en la mayoría de los casos, ante los de otros.

El animal vive. El ser humano, al vivir, puede conocer los arcanos de la naturaleza, ser la conciencia de las leyes por las que se rige, y, al transformarla recreándola con nuevos significados a través de la cultura y del arte, puede, tan solo puede, honrar la vida del planeta, la de su especie y la de sí mismo como singularidad irrepetible.

Bibliografía.

1.- Libros influyentes de Richard Dawkins en edición en español.

Dawkins, R. El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Salvat. Barcelona, 1994.

Dawkins, R. El espejismo de Dios.  Espasa Calpe. Madrid, 2007.

Dawkins, R. Una luz fugaz en la oscuridad. Recuerdos de una vida dedicada a la ciencia. Tusquets. Barcelona, 2016.

Dawkins, R. El relojero ciego. Tusquets. Barcelona, 2017.

Dawkins, R. El fenotipo extendido. Capitán Swing. Madrid, 2017.

 

2.- Bibliografía citada.

Darwin, Ch. El origen del hombre. Edaf. Madrid, 1979.

Dawkins, R. El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Salvat. Barcelona, 1994.

Descartes, R. Discurso del método. Alianza Editorial. Madrid, 1979.

Rodríguez Valls, F. Orígenes del hombre. La singularidad del ser humano. Biblioteca Nueva. Madrid, 2017.

  

3.- Bibliografía seleccionada para saber más.

Arana, J. ¿Qué es la conciencia? Editorial Senderos. Sevilla, 2022.

Carbonell, C. y L. Flamarique (Eds.) De simios, cyborgs y dioses. La naturalización del hombre a debate. Biblioteca Nueva. Madrid, 2016.

Cassirer, E. Antropología filosófica. FCE. México, 1987.

Flew, A. Dios existe. Trotta. Madrid, 2012.

Gilson, E. De Aristóteles a Darwin (y vuelta). Eunsa. Pamplona, 1976.

Nagel, Th. La mente y el cosmos. Biblioteca Nueva. Madrid, 2014.

Pérez de Laborda, M. et al. (Eds.) ¿Quiénes somos? Cuestiones en torno al ser humano. Eunsa. Pamplona, 2018.

Rodríguez Valls, F. (Ed.) La inteligencia en la naturaleza. Del relojero ciego al ajuste fino del universo. Biblioteca Nueva. Madrid, 2012.

Rodríguez Valls, F. Orígenes del hombre. La singularidad del ser humano. Biblioteca Nueva. Madrid, 2017.

Rodríguez Valls, F. ¿Qué es la Antropología? Editorial Senderos. Sevilla, 2020.

Rodríguez Valls, F. “Charles Darwin. Observar y razonar”, en J. Arana (Dir.) La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XIX. Tecnos. Madrid, 2021, pp. 263-273.

Rodríguez Valls, F. “Johann Gregor Mendel: sacerdote y científico”, en J. Arana (Dir.) La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XIX. Tecnos. Madrid, 2021, pp. 309-317.

Soler Gil, F. J. Mitología Materialista de la Ciencia. Encuentro. Madrid, 2013.

[1] No es fácil encontrar unas palabras que, como título, sinteticen todo lo que se quiere contar en un libro, aunque, como este, sea de pequeñas dimensiones. Desde hace no mucho tiempo, cuando me dedico a cuestiones mecánicas de la vida intelectual, como poner notas, buscar referencias bibliográficas o corregir pruebas de imprenta, oigo música suave porque me ayuda a concentrarme. Cuando estaba en las labores de composición de este texto volví a escuchar tras muchos años sin hacerlo una canción interpretada por Mercedes Sosa de la que es autora la poetisa argentina Eladia Blázquez. Esa canción se titula Honrar la vida. Su mensaje, aplicado a mi texto, es que vivir no consiste en sobrevivir, en permanecer en el tiempo, sino darle un sentido a la existencia que a través de las acciones buenas pueda honrarla y trascenderla. Me venía de perlas esa distinción ya que, así como los animales no humanos y el resto de los seres biológicos, cumplen su finalidad evolutiva meramente sobreviviendo, no ocurre lo mismo con el ser humano: el ser humano debe encontrar el sentido de su existir más allá de la supervivencia e, incluso en ocasiones, a costa de ella. Morir por un ideal o por una persona es una posibilidad humana que no puede ser explicada por los mecanismos evolutivos que, según Dawkins, explican toda conducta. Ese es el hecho diferencial, entre vivir y honrar la vida, que estará en el centro de mi discusión.

Copio un par de estrofas y el estribillo de la canción como muestra de su mensaje:

No, permanecer y transcurrir
No es perdurar, no es existir ni honrar la vida.
Hay tantas maneras de no ser
Tanta conciencia sin saber adormecida.

Eso de durar y transcurrir
No nos da derecho a presumir
Porque no es lo mismo que vivir
Honrar la vida.

Merecer la vida es erguirse vertical
Más allá del mal, de las caídas.
Es igual que darle a la verdad
Y a nuestra propia libertad la bienvenida.

[2] Debo la distinción de los dos párrafos siguientes a una conversación con el Profesor Juan Arana en la que me comentó diversos aspectos mejorables del manuscrito de este trabajo .